Por GYN DE LA ROSA
La búsqueda de la inmortalidad por parte de los artistas es casi siempre un motor que impulsa la creación, sin embargo hay excepcionales casos donde lo que importa radica en la experiencia y el proceso artístico, más que el resultado final y la durabilidad de las obras. Un caso paradigmático es el de Eva Hesse y su arte.
El documental que lleva como título el nombre de la artista plástica, y que fue dirigido en el 2016 por Marcie Begleiter, es una lectura que abarca la intelectualidad y la emocionalidad del ser artista. Selma Blair le otorga voz a fragmentos de los diarios escritos por la escultora desde 1955 a 1970, donde se revelan los impulsos e inseguridades de una joven judía que añoraba encontrar primeramente la razón de su existencia atravesada por los estragos del Holocausto, y posteriormente el sentido de su obra. Durante 105 minutos somos testigos de entrevistas de amigos y familiares de Eva, acompañadas de videos y fotos que nos muestran a una joven que manipulaba materiales sintéticos como si jugara a dar vida a una criatura.
Hesse vive demasiado joven la huída de su familia hacia E.U.A., la separación de sus padres y el suicidio de su madre. Todo antes de que cumpliera 11 años. Su muerte rápida a los 34 años nos deja con una década que destinó a su trabajo artístico desarrollándose principalmente en la pintura y la escultura, aunque en sus diarios también demostró una gran sensibilidad en la escritura. Eva logra dejar un legado que no solo es material; nos hereda un registro de preguntas que el artista se hace a sí mismo, los complejos y las rabietas de un impulso que nos obliga a la creación, la insatisfacción por la búsqueda de lo absurdo que esconde la perfección. Esto también se revela en la correspondencia que mantenía con uno de sus mejores amigos, el artista Sol LeWitt. El minimalismo y el arte conceptual los une, pero el cariño y la admiración que ambos comparten es lo que vuelve más significativo el vínculo. “Perteneces a la parte más secreta de ti misma” le escribe Sol, comprende que a veces la artista se paraliza ante la creación, se niega a sí misma y reprime la inercia de sus juegos. Ante esto, Sol se vuelve guía e impulsa a su amiga a desprenderse de los tres miedos más comunes en la profesión: experimentar, fallar y volver a creer en sí mismo.
La obra de Eva fue efímera, y no solo por haberse separado de este mundo a tan corta edad, sino por la elaboración de esculturas con materiales que tienen poca durabilidad y resistencia al paso del tiempo: resina, fibra de vidrio, látex y plásticos son alguno de ellos. Esto denota no solo su aproximación al arte como topografía corporal, revelaba también una filosofía de desprendimiento. Hesse era demasiado consciente de la fragilidad de sus piezas y de su persona, vivía en su aquí y ahora, sin importar que en los años venideros su obra se desintegraría sola. Aceptaba las consecuencias del tiempo, celebraba la espontaneidad y el ordenado desorden que impregnaba en sus esculturas. Destruía, reconstruía y continuaba. Podríamos decir que sus esculturas rescataban las propiedades inertes de los objetos-desechos y los reintegraba sin una funcionalidad más que la de ocupar un espacio. Sin embargo, ese espacio pareciera que toma vida propia al replicar abstractamente la piel humana y animales invertebrados. Sus piezas resaltan por sus aspectos amorfos, tridimensionales sin geometría definida, objetos conteniendo un todo y aparentando ser nada.
Por cuestionarse su papel de estudiante de arte en la Universidad de Yale, por su búsqueda inconclusa de los restos familiares que perdió por la guerra y la constante lucha consigo misma, y sobre todo por atreverse a crear bajo el umbral de la tristeza y el abandono, surge una mujer que traza su historia en el postminimalismo y el arte povera. Con la pretensión de crear arte que no fuera arte, la contradicción andante y lo absurdo de definirse queda descrito por ella misma: “Mi interés es únicamente encontrar mi propio camino, no me importa estar a kilómetros de los demás.”
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