Gonzalo Lizardo
No es inusual que el viajero se asombre,
cuando conoce Zacatecas, por su pródiga oferta cultural y la magnífica obra de
sus artistas, en especial de sus pintores. Aunque la ciudad nunca destacó por
su desarrollo económico, desde un principio fue importante por sus minas, pero
también por su ubicación: dos circunstancias que la convirtieron en paso
estratégico por donde siempre transitaron viajeros, mercancías e ideas. Si a
esta fluctuación demográfica se le añaden los contrastes del clima, la
severidad del paisaje, la intensidad de la resolana, puede entenderse el
carácter de sus habitantes y sus artistas, acosados por una sensación de
desarraigo: una melancolía de índole barroca, que los hace soñar con otras
tierras mientras residen en su terruño, y extrañar su terruño cuando por fin
emigran a otras tierras.
Con su libro Una bizarra melancolía,[1] Jánea
Estrada nos ofrece un acercamiento riguroso a un tema atractivo y poco aprovechado:
la historia de las artes plásticas zacatecanas, entendida no como el recuento
de obras creadas en la entidad o por artistas que ahí nacieron, sino como un
proceso específico que inició a finales del Porfiriato, que continúa activo en
nuestros días y que ha involucrado a múltiples actores sociales: creadores y
mecenas, críticos y público, discípulos y mentores. Así, mientras expone las
volubles relaciones del arte con la educación, la cultura o la política
estatales, Jánea Estrada nos revela cómo ha cambiado la cultura estética de los
zacatecanos y, por tanto, la finalidad que le confieren a la creación, la
enseñanza y la divulgación artísticas.
Escindidos por
la tensión de su melancolía —entre sus anhelos cosmopolitas y el instintivo
arraigo a su tierra—, los pintores zacatecanos han vacilado entre la tentación
de forjar su vocación lejos de su gente, o la de resignarse a la ciudad: al
aislamiento, la incomprensión, la falta de espacios culturales. Pero fue la
suya una melancolía bizarra —es decir, generosa y valiente— porque, sin importar el camino elegido, los
pintores no se rindieron ante las adversidades que les imponía la ciudad, sino
que lucharon por transformarlas. Como Francisco Goitia, quien recorrió de ida y
de vuelta el camino, emigrando primero a la capital para consolidarse como
pintor, y volviendo luego para fundar —junto con el gobernador José Minero
Roque— el Instituto Zacatecano de Bellas Artes, inaugurando un prolongado
esfuerzo colectivo para profesionalizar la enseñanza artística en el estado.
En esta
panorámica histórica que Jánea Estrada ha construido, se advierte que los
artistas zacatecanos —a diferencia de sus ancestros barrocos— no quisieron
aliviar su melancolía con promesas ultraterrenas, sino de una manera más
bizarra y terrenal: imprimiendo en su terruño —entre sus contemporáneos— una
huella viva de su paso por este mundo: un mundo efímero y lleno de injusticias
que el arte ha aprendido a conjurar con el resplandor de su forma y de su
colorido.
[1] Estrada, Jánea, Una bizarra
melancolía. La tradición plástica en Zacatecas, Texere, Zacatecas 2020.