Gonzalo Lizardo
Hay lutos que duelen a destiempo: lutos filosóficos, más que personales. Nunca
conocí en persona a Amparo Dávila, concretamente, pero sus cuentos me sedujeron
desde 1994, cuando los leí en la polémica antología que Severino Salazar
compiló para Conaculta.[1] Más que la
intensidad de su prosa o su fascinación por lo siniestro, en esos relatos me deslumbró
su oficio, su destreza para consumar por medios literarios un prodigio nigromántico: encararnos con lo inefable,
con las siniestras figuras de lo inconsciente, con esos fantasmas psíquicos que
sólo “lo fantástico” puede invocar poéticamente.
A nadie debe extrañar que en las últimas décadas Dávila
haya ejercido una mayor influencia que la de cualquier otro narrador
zacatecano. Más que la épica de Magdaleno o el realismo de Mojarro, su obra —digna
representante de la Generación del Medio
Siglo— ha ofrecido a sus lectores un espejo cruel de sus anhelos, sus desencantos,
sus pesadillas. Al leer “La señorita Julia”, por ejemplo, nos asustan menos las
huidizas creaturas que acosan a su protagonista, que la torpeza de esa señorita
para cuestionar lo que ve, lo que escucha, lo que cree. Y esta ineptitud de
Julia para evaluar sus percepciones y prejuicios es un síndrome específico de nuestros
tiempos, donde cada individuo, a falta de verdades comunes, vive y muere a
merced de sus espejismos.
Varias veces, lo confieso, me he sentido como el
protagonista de “Muerte en el bosque”: como ese hombre sin atributos que vaga
por la ciudad en busca de un departamento más amplio para su familia, pero que de
pronto —al ver una parvada de aves— entiende que su verdadero anhelo es volverse
árbol y “vivir en el bosque, enraizado, siempre en el mismo sitio, sin tener
que ir de un lado a otro, sin moverse más, siempre allí mirando las nubes y las
estrellas”.[2]
Un sueño que terminaría mal, tarde o temprano, cuando alguien talara el árbol y
lo hiciera arder en una chimenea. Espantado por ese posible desenlace, el pobre
hombre jamás imaginó que ya era un árbol: un personaje de papel que Dávila había
urdido para denunciar nuestro miedo a ser árboles, a ser libres hasta la
indolencia.
(Hipótesis al margen: en los psíquicos jardines de
Amparo, el mundo es un bosque de relojes rotos y árboles petrificados.)
[1] Salazar, Severino (comp.), Zacatecas.
Cielo cruel tierra colorada. Poesía, narrativa, ensayo y teatro (1868-1992), Conaculta,
México 1994.
[2] Dávila, Amparo, Tiempo
destrozado y Música concreta, Fondo de Cultura Económica, México 1978, p.
70.