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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES §LXXV. BIENAVENTURANZA DE LOS POETAS MENORES

Gonzalo Lizardo

Cuando ya perdía la esperanza de recibirlo, me llegó por correo desde Valencia un libro muy codiciado: Diccionario. Vida y obra de José Lezama Lima, de Iván González Cruz. Una obra amplia y ambiciosa que prometía “una imagen unitiva del autor de Paradiso” organizando en orden alfabético los conceptos e ideas más relevantes que el poeta cubano expuso en sus Obras completas “y en aquellas entrevistas que le fueron hechas y publicadas durante su vida”.[1] Enfoque que parece acertado si se considera que la obra lezamiana se caracteriza por su prolijo vocabulario, sus referencias eruditas y sus conceptos personales, como las Eras imaginarias, el Eros cognoscente o el Ente novelable.

La obra me asombró, de inicio, por el exhaustivo celo que González Cruz invirtió para compilar los conceptos claves e ilustrarlos con los fragmentos adecuados. Gracias a su esmero, es más fácil deslumbrarnos con la riqueza del universo lezamiano, reconocer a los autores que más lo influyeron y detectar las ideas que más lo desvelaron, como la Amistad, lo Barroco, la Historia, la Imagen y por supuesto la Poesía, a la que dedica el Diccionario veintiséis páginas de citas.

Entre estas citas, quizá la más conmovedora es aquella donde el autor de Oppiano Licario reivindica a ciertos poetas malos, pues si bien hay algunos odiosos e imperdonables, también “hay el poeta malo de buen dejo, que viene en la descendencia de la juglaría, cuando la poesía hizo su refino florentino”.[2] Más adelante rechaza la habitual distinción que la crítica establece entre “poetas menores” y “poetas mayores”, pues reconoce que cualquier lector, incluso él, tiene una lista de “grandes poetas”, mas luego advierte que “un poeta menor en cualquier momento puede pasar a ser un gran poeta, bien porque se descubren nuevas perspectivas para valorarlo, bien porque la poesía contemporánea crea esos antecedentes”.[3]

No deja de ser consolador que el autor de La expresión americana considerara la poesía desde una perspectiva historicista —cada edad erige sus propios clásicos— porque así se ennoblece la función de los “poetas menores”, como partícipes que fueron de la gracia, así sea de lejos o por un instante. “Basta que una persona haya sido tocada por la gracia poética siquiera una sola vez en su vida, que dijera una palabra hermosa, para que perdure con esa esencia”,[4] sentencia el autor de La muerte de Narciso, acaso porque él mismo temía ser un poeta menor. (Y a nosotros, por lo mismo, más nos conviene compartir su fe.)


[1] González Cruz, Iván, Diccionario. Vida y obra de José Lezama Lima, Generalitat Valenciana, Valencia 2000, p. XXI.

[2] Ídem, p. 4l5

[3] Ídem, p. 417.

[4] Ídem, p. 418.

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