Gonzalo Lizardo
Las últimas
semanas han sido agobiantes, pues a pesar del confinamiento no me faltaron
compromisos en línea, presentaciones editoriales, mesas redondas, conferencias
que me permitieron evadir la neurosis provocada por la pandemia, pero me dejaron
exhausto, sin ganas de leer ni escribir ni ver ni escuchar. Es en momentos como
este —entre el hastío y la resaca mental— cuando busco mis tres monedas chinas
y consulto el I Ching, el libro de las
mutaciones, el libro más antiguo del mundo, un libro que sabe cómo hablarme,
cómo desanudar mis dilemas, disolver mis obsesiones y despejar de tinieblas mi
interior.
“El porvenir es tan irrevocable / como el rígido ayer”, escribió
Borges ante las inmutables páginas del I
Ching, donde están cifradas todas las mutaciones, permutaciones y
transmutaciones posibles del Mundo. Similar asombro indujo en Philip K. Dick —quien
utilizó sus hexagramas para escribir El
hombre en el castillo— y en Carl
Gustav Jung, quien gracias a él supo distinguir el pensamiento occidental
(diacrónico) del oriental (sincrónico): mientras “la mente occidental tamiza,
pesa, selecciona, clasifica, separa, la representación china del momento lo
abarca todo, hasta el más minúsculo y absurdo detalle, porque todos los
ingredientes componen el momento observado”.[1]
El mecanismo que permite al I
Ching ofrecer infinitas respuestas a partir de sus sesenta y cuatro
hexagramas es tan simple como maravilloso: hermenéutica pura. Parafraseando a
Heráclito: si nadie se baña dos veces en el mismo río, nadie leerá dos veces el
mismo hexagrama de la misma manera, pues las circunstancias que rodean a quien
lo consulta —sus dudas o su salud, el clima o sus obsesiones— mudarán su lectura,
de modo que el consultante llenará con distintos significados las imágenes que
el libro le propone en cada ocasión. En resumen, si cada hexagrama puede ser
leído de infinitas maneras, el I Ching resulta
ser un artefacto de proyección psíquica: un espejo para “que el individuo
inteligente entienda sus propios pensamientos”.[2]
Sin duda, puede argüirse que lo mismo ocurre cuando alguien
consulta un poso de café o las cartas del tarot, pero resulta que a mí solo el I Ching me refleja. Y lo hace tan bien
que ahora mismo, incluso antes de formular mi pregunta, ya me ayudó a componer
esta glosa. (Y la próxima también, si sus hexagramas no me lo desaconsejan.)
Es momento, entonces, de guardar la computadora, formularme en
silencio una pregunta, y arrojar seis veces las tres monedas, para intuir las
mutaciones de mi destino en las milenarias páginas del Libro.
[1] Jung, Carl Gustav, “Prólogo”, en I Ching. El libro de las mutaciones, Editorial Sudamericana, Buenos
Aires, 12ª edición, 1988, p. 24.
[2] Idem, p. 41.