Gonzalo Lizardo
Hace unas
noches, durante una salida al bar —la primera en meses— conversamos sobre la
crisis editorial provocada por la pandemia y sobre la diferencia entre leer ediciones
impresas o digitales. Nunca he desdeñado los ebooks y los pdf, que considero ventajosos
para la academia y para los viajes, por cuanto permiten guardar bibliotecas
enteras dentro de un portafolio (como soñó Vila-Matas en su Historia abreviada de la literatura
portátil), pero eso no disminuye mi amor por las ediciones en papel: como
apasionado defensor de la poligamia lectora, reivindico incluso las fotocopias,
que me permiten maltratar con notas y subrayados los textos que leo o estudio.
Lamento, eso sí, el paulatino ocaso de los diccionarios impresos. Es
obvio que la tecnología los ha vuelto obsoletos, pero les guardo afecto: desde pequeño
me fascinaba leer cualquier diccionario que tuviera a mano, como el Larousse o
el Enciclopédico del Reader’s Digest, y fui feliz mientras escribía mi tesis doctoral
consultando la Enciclopedia Británica (alguna vez estuve a punto de comprarla
en abonos pero desistí por falta de espacio en mi biblioteca). De ahí mi
simpatía por don Próspero, el vendedor (y lector) de enciclopedias que aparece
en Palinuro de México, y mi
admiración por María Moliner, la filóloga española que redactó a mano y a lápiz
su famoso Diccionario del uso del español.
Eso explica mi entusiasmo cuando me invitaron hace un año a participar
en un diccionario de literatura fantástica. Pero por causas que ignoro ese
proyecto se desvaneció y me quedé con las ganas de practicar un género tan
exigente e infravalorado: la definición conceptual. En la vida diaria usamos a
diario palabras que parecen muy obvias pero que no lo son. ¿Qué significa, por
ejemplo, decir que “me falta espacio”
en mi biblioteca? Como diría San Agustín, “si nadie me lo pregunta lo sé, pero
si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé”.[1]
No es raro entonces que algunos autores elijan el diccionario —esa
forma alegórica del Todo— para estructurar sus obras, como Ernesto Sábato con Uno y el universo, Roland Barthes con Fragmentos de un discurso amoroso y Miroslav
Pavic con Diccionario jázaro, cuyas
definiciones cifran además una historia. Escribir un diccionario personal
permitiría a su autor no solo articular los conceptos esenciales de su
pensamiento sino rescatar un género en peligro de extinción bibliográfica. Un
proyecto que se desarrollaría a contracorriente de la Historia —como escribir
una ópera o un auto sacramental— pero a favor de la Tradición, lo cual lo volvería
un desafío doblemente fascinante.
[1] San Agustín, Confesiones,
Porrúa, México 2007, p. 249.