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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES §LXXXV. EL ROCANROL DEL REVERENDO

Gonzalo Lizardo

Más allá de mi eterna gratitud a David Ojeda por haberme formado como escritor, mi amistad con él se fortaleció gracias a nuestras largas y sabrosas charlas sobre cine, literatura y rock, mucho rock. Lo admiraba por su erudición musical, claro, pero más por el entusiasmo que lo poseía al oír sus discos predilectos o cantar alguna rola de Elvis, Creedence o los Beatles. Porque, para decirlo en sus palabras, la música era “uno de los siete elementos esenciales para mi vida, siendo los otros seis el oxígeno, la dulce dueña de mis quincenas (…), el whiskey, la comidita, la literatura y los amigos”.[1]

Pero la música no sólo le producía placer (“esa cosquilla en el alma), sino que también lo ayudaba a recordar con gran precisión algunos momentos semiolvidados de su vida. Por esa epifánica virtud, la música fue una herramienta clave para su escritura —en la que abundan las referencias musicales— y además le inspiró un proyecto que alguna vez formuló en forma de desafío: “Porque los rockeros, pienso, debemos obligarnos a hacer una historia sentimental de nuestra música mientras cuestionamos toda historiografía academicista, mientras abominamos de toda historieta oficial”.[2]

Ciertamente, algunos textos suyos apuntaban en esa dirección. En la revista Runa, por ejemplo, solía publicar reseñas sobre las novedades discográficas del momento que él aprovechaba para reflexionar sobre sí mismo, su memoria y su circunstancia: “Hace ya más de treinta años las calles de una ciudad llamada San Luis Potosí (…) padecían una de sus pugnas menos historiadas: belicosidad de las autoridades de un mundo en aprietos y cuestionamientos contra los adolescentes que entre muchas otras cosas hacían de la música —de cierta música— una de sus hondas o piedras; guerra sin cuartel por los tocadiscos y las consolas en casa de todas las familias, lucha terrible de los padres y todos los adultos contra sus hijos o los volúmenes en torno al control del volumen de radios y otros aparatos dinosáuricos”.[3]

Mientras alguien se anima y retoma este desafío literario, musical e historiográfico, me consuela imaginar que en el paraíso, si existe, David Ojeda ha organizado una fiesta interminable, como aquellas que hacía en su casa, cuando al calorcillo del whiskey tomaba su guitarra y se ponía a cantar para y con nosotros: “Gloria! / I’m gonna shout all night! / Gloria! / I’m gonna shout it every day! / Gloria! / Yeah yeah yeah yeah!”.


[1] Ojeda, David, “El libro de Roberto y los melcochosos ‘Tijuana Brass’”, En Roberto Castillo Udiarte, Banquete de pordioseros, Yoremito, Tijuana 1999, p. 107.

[2] Íbid, pp. 108-109.

[3] Ojeda, David,“The Beales: ¡Azúcar! Tropical Tribute to The Beatles”, en Runa, número 3, San Luis Potosí, agosto 1996, p. 55.

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