Gonzalo Lizardo
Es indudable que el siglo XVII
novohispano —el siglo sorjuanino— fue una época peligrosa para aquellos que estuvieran
inconformes con su propia ignorancia. Para justificar su censura, el Imperio y
la Iglesia habían urdido una teología que vedaba la búsqueda individual del conocimiento,
bajo el pretexto de que era indicio de soberbia intelectual y que ponía en
peligro las verdades de la Fe tanto como las razones de Estado. Por eso, aunque
Sor Juana lo negara, en su “Carta a sor Filotea”, puede leerse una tácita pero
evidente intención política: al demostrar que su amor al estudio era un don
divino establecía que nadie (ni la Iglesia ni el Poder) tenía derecho a vedarlo.
Más aún. Contra
aquellos que citando a San Pablo prohibían que las mujeres opinaran, ella sostuvo
que esa exégesis era errónea: en su primera carta a los Corintios, el apóstol les
pedía silencio solo en las asambleas, porque “se ponían las mujeres a enseñar
las doctrinas unas a otras en los templos, y este rumor confundía cuando
predicaban los apóstoles y por eso se les mandó callar”.[1] Además,
ella no deseaba opinar en público sino aprender en silencio, y eso nadie podía
evitarlo, ni siquiera cuando le prohibían leer, “porque aunque no estudiaba en
los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de
letras, y de libro toda esta máquina universal”.[2]
Como ejemplo
de su irresistible manía por conocerlo todo, Sor Juana evocaba aquella vez que
vio a dos niñas jugar con un trompo “y apenas yo vi el movimiento y la figura,
cuando empecé, con esta mi locura, a considerar el fácil moto de la forma
esférica, y cómo duraba el impulso ya impreso e independiente de su causa, pues
distante la mano de la niña, que era la causa motiva, bailaba el trompillo”.[3] De
ese íntimo placer —descubrir las leyes divinas en los eventos más simples—, Sor
Juana supuso que había otras como ella (deseosas de aprender) y en consecuencia
formuló su propuesta más política y subversiva: que las mujeres doctas tuvieran
a su cargo la educación de las doncellas, para que éstas no perdieran su virtud
por falta de doctrina ni se expusieran al peligro de instruirse con varones.
Una imagen
fascinante, sin duda. De hecho, cada vez que imagino a Sor Juana dando clases, quisiera
tener un cronostatoscopio para viajar en el tiempo y oírla en persona… aunque
tuviera que vestirme de mujer, confundirme entre sus discípulas y atender muy
callada (como aconseja San Pablo) sus lecciones de astronomía, magia natural,
música pitagórica, métrica, alquimia o mitología. ¿Se la imaginan?
[1] De la Cruz, Sor Juana Inés, Obras
completas, Editorial Porrúa, México 1985, p. 842.
[2] Ídem, pp. 837-838.
[3] Idem, p. 838.