Gonzalo Lizardo
No sin dificultades, hace poco conseguí Doncella del verbo, de Alejandro Soriano
Vallès, un libro que prometía ser (con bombo y boato) la biografía más confiable
de sor Juana por cuanto rescataba su vocación religiosa. Aunque tal rescate me
parece innecesario (nunca he dudado que ella fuera una fiel servidora de su
Dios) lo leí con interés, pues esperaba que sus páginas me ayudaran a comprender
(con nuevos documentos y exégesis) el legado de una mujer admirable: la Sabiduría
de una Mente que me asombra y deslumbra cada vez que leo su Verbo.
No lo niego: es
encomiable el empeño de Soriano Vallès para reconstruir los escenarios y
personajes que Juana conoció en su infancia; es persuasivo también cuando
establece el 12 de noviembre de 1651 como su fecha de nacimiento más probable, pero
sus aportaciones pronto se ven eclipsadas por sus sermones: por los anatemas
que lanza contra cualquiera que contradiga su hagiografía y profane a esa “Musa
Décima, virgen poeta [que] a fuerza de alborozada oblación se transformó,
esposa de Cristo, en evangélica sal de la tierra, Doncella del verbo”.[1]
Para refutar a
sus presuntos adversarios, Soriano Vallès los califica como “anticlericales y
(pos)modernos”, como seres “hodiernos” y “viles” cuyos “despreciables” juicios
solo buscan inventar escándalos para profanar el decoro de su musa. Pero esas
injurias, más que convencer a sus lectores, exhiben al autor como es: como un escritor
“clerical y (pre)moderno” que desprecia y vilipendia a sus colegas, pero comete
el mismo pecado del que los acusa: “prediseñar
a una ‘sor Juana’ a su gusto para luego, a través de la selección y
manipulación de datos convenientes”[2]
hacerla aparecer tal como él la imagina.
La parcialidad
de este Gran Despreciador es flagrante cuando cita la Carta a sor Filotea para comprobar que Juana se hizo monja porque
“el fin principal de su vida” era salvar su alma.[3] Su
lectura es deficiente: lo que ella afirma es que tal estado le parecía “lo
menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir” entre las pocas
opciones que tenían las mujeres de su siglo, y confiaba que ser monja “no
embarazase la libertad de mi estudio, ni temor de comunidad que impidiese el
sosegado silencio de mis libros”.[4] Por
supuesto que quería salvar su alma, pero sin reprimir su curiosidad intelectual:
su amor por la palabra y por los libros.
Pero al
Despreciador no le interesa alumbrar la poesía ni la personalidad de su
protagonista, sino subirla en un altar, como una virgen e inmaculada monja,
sumisa ante los santos varones que se empeñaron en salvarla del pecado. Es reveladora
su defensa del arzobispo Aguiar y Seixas, a quien Octavio Paz pintó en Las trampas de la fe como un déspota misógino
“que si supiera que ha entrado una mujer en su casa, había de mandar arrancar
los ladrillos que ella había pisado”. Para refutar a Paz (luego de vituperarlo)
Soriano Vallès arguye que el arzobispo “evitaba verlas no porque las detestara,
sino porque le gustaban”,[5] o sea
que Aguiar y Seixas no podía oler a ninguna mujer sin que lo tentara la lujuria,
como si eso probara su santidad y no su perfidia.
[1] Ibid, p. 80.
[2] Ibid., p. 30.
[3] Ibid., p. 88.
[4] Idem.
[5] Ibid, p. 158.