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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES §XCIV. HACIA LAS ESTRELLAS, HACIA LA SOLEDAD

Gonzalo Lizardo

La ciencia ficción me fascina porque durante mi infancia la carrera espacial era una noticia cotidiana en la tele, el radio, la prensa e incluso en los quioscos, donde abundaban los comics futuristas, las novelas semanales y noticias sobre las películas de Kubrick o Vadim. Para colmo, me tocó ver el estreno de Star Wars cuando estaba en la secundaria, junto con mis compañeros y doscientos o más adolescentes que abarrotamos el cine y lo hicimos temblar con nuestros alaridos de emoción. (Infancia es destino, dice el adagio, y en este caso fue cierto.)

Incluso ahora, cuando me preguntan por mis cinco filmes favoritos, nunca omito tres clásicos: Blade Runner, Stalker y La naranja mecánica. Tres obras distintas pero con un rasgo común: son relatos narrados en clave simbólica, de suerte que sus peripecias se transforman en fábulas: dramas inquietantes sobre las relaciones del hombre con lo divino, la muerte o la violencia. En ese mismo subgénero “metafísico” se inscribe la muy reciente Ad Astra (2019) de James Gray, que he visto dos veces esta semana y me ha forzado a reflexionar sobre la moderna obsesión por encontrar vida alienígena.

La premisa narrativa —que evoca a Apocalypse Now y a Blade Runner— es simple y seductora: un astronauta, Roy McBride, debe viajar hasta Neptuno para contactar a su padre Clifford, al que se creía muerto pero que en realidad se había amotinado: tras cortar comunicación con la tierra, había decidido aislarse en su nave para proseguir la búsqueda de vida inteligente más allá de nuestro sistema. El guión combina secuencias muy emocionantes (como la del simio frenético en la estación espacial) con otras que deslumbran visualmente (como el paso por Júpiter o por los anillos de Neptuno), y otras que nos hacen padecer el ominoso vacío del cosmos (con la hipnótica música de Max Ricther), mientras Roy se pregunta por qué un hombre como su padre decidiría quedarse solo, a millones de kilómetros de la humanidad, solo para demostrar que la humanidad no está sola.

Cuando el protagonista decide al final que su padre no fracasó pues al menos había demostrado que somos únicos en el maravilloso, insondable universo, está expresando una conclusión muy lúcida, pero casi herética para el público en su mayoría, lo cual explica el poco éxito que tuvo Ad Astra en taquilla. Por absurdo que sea, la gente necesita creer que existe inteligencia allá arriba, en las estrellas, como si no bastaran los siete mil millones de almas que habitan este planeta para paliar su incurable soledad.

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