Gonzalo Lizardo
Mientras paseo por el zócalo de la ciudad de México cedo a la tentación de refugiarme en la Catedral, entre su penumbra polvosa, su olor a parafina e incienso. Alguien allá toca el órgano, alguien más reza el rosario. Influido por mis lecturas de juventud, desde hace treinta años asumí que Dios era una idea funesta, urdida por el Poder para someter a sus vasallos, pero aun conservo mi afición por los templos, pues en ningún otro sitio —si acaso en los museos— se derrocha tanto talento, desinterés, imaginación y entusiasmo para convertir lo espacial en un símbolo. Así lo entendí aquella mañana de infancia, cuando conocí la catedral de Zacatecas y me asombró el contraste entre su churrigueresca fachada y sus sobrios interiores. Una tensión similar a la que existe entre el bullicio orgánico de la vida y la serenidad mineral de la muerte.
Desde esa epifanía,
a mis catorce años comprendí que mi persona era tan barroca como la catedral:
una tensa (y plutónica) oposición entre el cuerpo y el alma, la razón y la fe,
el afuera y el adentro. Por ello Eugenio d’Ors sostenía que “lo propio del
barroco va a ser el descubrimiento de la vida interior”,[1]
en tanto nos revela la perpetua discordancia entre lo percibido y lo real, entre
el Ser y su Sombra. Por eso la Contrarreforma divulgó el mito platónico de la
caverna, para enseñarnos que los sentidos, más que percibir el mundo, nos
impiden conocerlo realmente. Nuestro
cuerpo es una caverna que sólo percibe ilusiones, en contraste con la Catedral,
esa cámara obscura que nos hace
percibir más allá de las apariencias. Un artilugio para leer el Mundo como
símbolo de lo Eterno.
Las catedrales, por
tanto, más que espacios son artefactos: trampantojos que suplantan el engaño de
los sentidos por el engaño de la Fe. Más que expresar un misterio teológico,
las catedrales lo crean y lo proyectan a conveniencia de sus constructores.
Pero, a pesar de esta hipótesis, permanece el asombro, pues aún sin Fe es
posible admirar la prodigiosa factura de estos recintos, tal como se admira una
gruta natural sin juzgar a los murciélagos que la habitan: como una maravilla
que revela la grandeza no de lo espiritual sino de lo matérico. Por eso
abandoné el templo sin persignarme, y me sumergí en la muchedumbre mientras
pensaba que Dios, si existe, debe habitar en una catedral sumergida y ruinosa,
entre algas, líquenes y estatuas rotas. Justo como la que imaginaron Tarkovsky
y Debussy, justo como trataré de explicarlo algún día.
[1] González, Antonino, Eugenio d’Ors. El arte y la vida, FCE, Madrid 2010, p. 106.