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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES LVI: EL ARCANO CERO DE LA POESÍA MEXICANA

Gonzalo Lizardo

A propósito de las turbias relaciones entre la vida y la locura, el crimen y el arte, hace unos días tuve oportunidad de ver Vaquero del mediodía,[1] un documental de Diego Enrique Osorno sobre el desaparecido Samuel Noyola, “el poeta más inspirado de su generación”. Un personaje, digno de un thriller, que nació en Monterrey (1965), se fue a Nicaragua con los sandinistas y volvió luego a México, donde se hizo amigo de Octavio Paz, trabajó para la revista Vuelta y publicó los poemarios Nadar sabe mi llama (1986) y Tequila con calavera (1993). Fatalmente, tras la muerte de Paz —su mentor y amigo—, el regiomontano se desmoronó: abismado en su alcoholismo, anduvo medrando como pordiosero en las calles hasta 2007, cuando se esfumó sin dejar huella.

Con el fin de averiguar su paradero, el director Osorno entrevistó a colegas, maestros, “musas” y amigos de Noyola, al que pintan como el arquetípico poeta maldito: una especie de alumbrado, casi insufrible, que escribía versos deslumbrantes, despotricaba contra las élites y estafaba a sus protectores para seguir bebiendo. Eduardo Antonio Parra es contundente cuando afirma que Noyola era capaz de recitar (de memoria y en italiano) un canto completo de la Divina Comedia, pero también de confesar, sin inmutarse, que acababa de matar a un extraño por cinco mil pesos.

Una vez que terminó el documental, me quedó claro por qué “el vaquero del mediodía” se identificaba con el arcano cero: con el loco bufón del tarot, ese ingenioso chapucero que camina sin rumbo fijo al borde del abismo. Recordando la sentencia de Cruickshank (“El conocimiento biográfico suele ser útil, y a veces sumamente valioso, para la interpretación de una obra, aunque no lo sea para su valoración[2]) me pregunté hasta qué punto la obra de Noyola (como la de Sade, como la de Genet) tendría sentido si ignoráramos sus locuras y sus delitos, su vulgaridad y su genio, su perpetua ira y su descenso al Hades. Quizás entonces, más que entenderlos o admirarlos, padeceríamos en carne propia sus versos:

Porque no soy más que un hijo del vértigo:

bendición y transgresión, y exceso.

De las prostitutas por la canonización del placer y el alcohol

del caballo del amor soy hijo.

Y porque vengo del viento que lima el sonido y sentido

de mis palabras. Salud.[3]

A la manera de ciertos místicos que atormentaban su carne para redimirse el alma, Samuel Noyola infamó su persona para que fuera legible su escritura.


[1] Osorno, Diego Enrique (dir.), Vaquero del mediodía, Agencia Bengala, México 2019.

[2] Don W. Cruickshank, Calderon de la Barca, Gredos, Madrid 2011, p. 13.

[3] Noyola, Samuel, “Marcha de Zacatecas”, en El cuchillo y la luna. Poesía reunida, Conarte/El Tucán de Virginia, México 2011, p. 38.

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