Gonzalo Lizardo
Para un bibliócrata como yo, la mejor
manera de invertir la cuarentena es reordenar los libreros para quitarle el
polvo a la nostalgia, hallar libros que creía perdidos o reanudar lecturas que
la rutina diaria había interrumpido. Entre muchas opciones que así encontré, elegí
por lo pronto los libros de Coral Bracho, una poeta que estimo por su gentileza
y admiro por su voz: por esa escritura suya que parece germinar en algún
recinto muy íntimo, pero que en la página florece con esplendor impersonal,
supra objetivo, como si el yo lírico
se volviera un yo metafísico capaz de
formular nítidos postulados sobre el tiempo, el mundo y las cosas.
En La voluntad del ámbar (1998) Coral
Bracho nos transcribe esa experiencia: la transmutación de lo sensible
inmediato (la brisa que alerta la hojas secas, la mariposa sobre la albahaca)
en lo universal metafísico (la luz y el tiempo, el Ser y la Palabra), en busca
de una revelación que rehúye lo inteligible. El ámbar: luz petrificada, piedra
luminosa que expone lo eterno en lo efímero, que pliega lo universal en lo
íntimo. Así ocurre cuando imagina a Dios como un fisgón todopoderoso que todo
ve y todo escucha (aun lo que pensamos o quisiéramos no pensar), por más que
Bracho nos advierta desde el título que ese tirano existe sólo “Y si quiero”.[1] Si
cada creyente crea al Creador en que quiere creer, Bracho sólo cree y sólo crea
en el ámbar, en su nítida materialidad de tiempo congelado:
“Ámbar redondo / y luminoso,
conjuga / enlaza su voluntad. / Es impulso y sendero. Centro. / Desorbitado
aliento. Tiene el peso / contundente de un astro y la transparencia suave,
profunda.”[2]
Como emblema
neoplatónico de lo Uno que todo contiene y todo congela, el ámbar posee también
voluntad: es decir, el ámbar desea, padece, ama. Esta voluntad, hipostasiada en
cada creatura, permite que el amante admire a su amado y se conmueva ante la
“honda planicie / oculta, iluminada; la vasta /serenidad ardiente de tu
cuerpo”, pues así descubre que tras esa imagen se esconden “sus misterios, /
sus joviales, florecidos / misterios. Es el amor hurgando / en la eternidad. Y
la eternidad es el gozo […] y un insondable, / antiguo, / sostenido /caudal”.[3]
Era ya de
madrugada cuando terminé el libro. Afuera el mundo transpiraba silencio,
absorto en su histeria global, mientras yo me abismaba en “la noche densa, la
noche vasta” confortado por la entrañable tibieza de la Poesía.
[1] Bracho, Coral, La voluntad
del ámbar, Ediciones Era, México 1998, p. 47.
[2] Ibíd., p. 65.
[3] Ibíd., p. 14.