Columna
LAS GLOSAS Y LOS AZARES LVII. VOLUNTAD DE ÁMBAR, POESÍA DE CORAL
Gonzalo Lizardo
Para un bibliócrata como yo, la mejor manera de invertir la cuarentena es reordenar los libreros para quitarle el polvo a la nostalgia, hallar libros que creía perdidos o reanudar lecturas que la rutina diaria había interrumpido. Entre muchas opciones que así encontré, elegí por lo pronto los libros de Coral Bracho, una poeta que estimo por su gentileza y admiro por su voz: por esa escritura suya que parece germinar en algún recinto muy íntimo, pero que en la página florece con esplendor impersonal, supra objetivo, como si el yo lírico se volviera un yo metafísico capaz de formular nítidos postulados sobre el tiempo, el mundo y las cosas.
En La voluntad del ámbar (1998) Coral Bracho nos transcribe esa experiencia: la transmutación de lo sensible inmediato (la brisa que alerta la hojas secas, la mariposa sobre la albahaca) en lo universal metafísico (la luz y el tiempo, el Ser y la Palabra), en busca de una revelación que rehúye lo inteligible. El ámbar: luz petrificada, piedra luminosa que expone lo eterno en lo efímero, que pliega lo universal en lo íntimo. Así ocurre cuando imagina a Dios como un fisgón todopoderoso que todo ve y todo escucha (aun lo que pensamos o quisiéramos no pensar), por más que Bracho nos advierta desde el título que ese tirano existe sólo “Y si quiero”.[1] Si cada creyente crea al Creador en que quiere creer, Bracho sólo cree y sólo crea en el ámbar, en su nítida materialidad de tiempo congelado:
“Ámbar redondo / y luminoso, conjuga / enlaza su voluntad. / Es impulso y sendero. Centro. / Desorbitado aliento. Tiene el peso / contundente de un astro y la transparencia suave, profunda.”[2]
Como emblema neoplatónico de lo Uno que todo contiene y todo congela, el ámbar posee también voluntad: es decir, el ámbar desea, padece, ama. Esta voluntad, hipostasiada en cada creatura, permite que el amante admire a su amado y se conmueva ante la “honda planicie / oculta, iluminada; la vasta /serenidad ardiente de tu cuerpo”, pues así descubre que tras esa imagen se esconden “sus misterios, / sus joviales, florecidos / misterios. Es el amor hurgando / en la eternidad. Y la eternidad es el gozo […] y un insondable, / antiguo, / sostenido /caudal”.[3]
Era ya de
madrugada cuando terminé el libro. Afuera el mundo transpiraba silencio,
absorto en su histeria global, mientras yo me abismaba en “la noche densa, la
noche vasta” confortado por la entrañable tibieza de la Poesía.
[1] Bracho, Coral, La voluntad del ámbar, Ediciones Era, México 1998, p. 47.
[2] Ibíd., p. 65.
[3] Ibíd., p. 14.