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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES LX. INSOMNIO PRIMERO (O EN LA ISLA DE PAPINI)

Gonzalo Lizardo

No suelo padecer insomnio, así que lo aprovecho cuando se presenta. Así me ocurrió antenoche, que me ganaba la angustia, pero no por vislumbrar el fin de los tiempos sino por ignorar en qué condiciones nos dejará la pandemia. Por el lado de la religión hay poca esperanza de auxilio: desde hace milenios la iglesia cristiana nos habituó a considerar el Apocalipsis como un evento terrible que precede al anhelado advenimiento de Cristo. La Iglesia, por tanto, no tiene por qué preservar la salud física de sus feligreses ni de los gobiernos: si todo lo material es germen de pecado y carroña, sólo nos queda pedir a Dios una buena muerte, con una agonía muy larga para purgar nuestros pecados y acceder al Paraíso.

La ciencia, por su parte, no ofrece promesas metafísicas sino resultados concretos sobre los que sostiene su credibilidad. En su premura por obtener esos resultados, los científicos sugieren medidas que no siempre funcionan pero que aun así permiten reelaborar teorías y corregir estrategias. Por desgracia, estas medidas implican una colaboración social que a veces —cuando no hay plena confianza del pueblo en su gobierno— sólo puede garantizarse mediante el uso de la fuerza pública. Un pretexto ideal para que los regímenes autoritarios puedan restringir los derechos de sus ciudadanos mediante un estado de excepción militarizado, tal como lo ha prevenido Giorgio Agamben.[1]

Este peligro latente me recordó un texto de Giovanni Papini donde imagina una isla en el Pacífico que sólo podía mantener a una tribu de setecientos setenta habitantes. Conscientes de ello, el consejo de ancianos promulgó “que a cada nuevo nacimiento debe seguir una muerte, de manera que el número de los habitantes nunca rebasase el de setecientos setenta”.[2] A partir de entonces, cada primavera se hacía un censo, y si eran veinte los nacidos y ocho los muertos, “es necesario que doce vivientes sean sacrificados para la salvación de la comunidad”. Una ley con impensadas consecuencias, por ejemplo, la persecución contra las embarazadas, pues su bebé “es una amenaza para los que ya han nacido”, o bien la proliferación del homicidio, ya que “los asesinos se proponen también procurar nivelar el número de los nacidos”.[3]

En resumen, una norma que deseaba optimizar los recursos naturales terminó por generar un caos social que sólo podría revertirse si un huracán (o una pandemia) azotara la isla y redujera la población de manera natural —es decir, arbitraria e impersonalmente—, para que las embarazadas podrían tener a sus hijos en paz, y nadie quisiera asesinar a otros “por el bien de la comunidad”.

_______

* Ilustración original: Solano López, “El eternauta”.


[1] Agamben, Giorgio, “La invención de una epidemia”, en https://ficciondelarazon.org/2020/02/27/giorgio-agamben-la-invencion-de-una-epidemia/

[2] Papini, Giovanni, en Gog. El libro negro, Círculo de lectores, Barcelona 1969, p. 28.

[3] Ibíd., p. 29.

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