Gonzalo Lizardo
Anoche yo era muy joven,
recién casado, sin hijas. Vivía con mi esposa en la azotea de una vecindad, en un
cuarto lindo, con libros en sus huacales, macetas en el patio, atardeceres de
lujo. Era feliz, quizás demasiado, hasta que ella me abrazó y advertí el fervor
que manaba de su cuerpo. “¿O sea que tengo el virus?”, preguntó ella cuando
medí su temperatura: “pero no hemos salido, nadie nos visita, nadie…” y se
desmayó a media frase como muñeca de trapo. Cuando la arropé en la cama, advertí
en su cuello una gavilla de ampollas fosforescentes, y supe que debía pedir
ayuda por teléfono.
—Buenas noches —me saludó la doctora en turno—. Sí, ¿qué síntomas? ¿Cuántos
grados? ¿Vértigo? ¿Pústulas fijas o móviles? Me lo temía, sí: ella tiene rubéola
x, el virus de Brasil. No tema: si pudo marcar a la clínica significa que usted
es inmune. Así que vaya y búsquele Permutasol, tres miligramos, tres dosis, vía
intramuscular. No, aquí ya se agotó; sí, es caro pero casi nunca falla,
créamelo.
Tras prometer a mi esposa que volvería pronto, bajé a la calle, que
encontré abarrotada de silencio, ausencia y abandono. Algo anda mal, pensé, temeroso
de que me asaltaran. Las tiendas, las casas y las cafeterías parecían barcos
fantasmas, sin pasajeros pero con los faros prendidos. Varios bultos inquietantes
humeaban bajo los portales, donde hallé una farmacia abierta. Como nadie me
atendía, me asomé por encima del mostrador y tendida en el piso vi a una mujer
de bata blanca, muerta quizás o infectada. Se encendió entonces un televisor para
mostrarme a un hombre negro, calvo y con gafas redondas, que me saludó muy
solemne, sin abrir los labios:
—Buenas
noches, señor Lizardo. Mi nombre es Permutasol y le informo que desde hace años
nuestro país se puso en cuarentena a causa de la rubeola x, una enfermedad muy difícil
de diagnosticar, porque el virus que la causa no afecta la carne sino las
neuronas de la percepción. Por eso el paciente se cree sano y supone que los
demás están enfermos, y todo le parece un sueño, como el que nos rodea. Ahora
mismo, si me escucha y advierte unas luciérnagas que brotan de mi boca y caminan
sobre mi rostro, es por culpa del virus, pero no debe preocuparse, enseguida lo
arreglamos…
Entonces entendí, es decir, recordé la pandemia letal que surgió en Sao
Paulo y azotó al mundo entero, cerrando fronteras y aeropuertos. Primero nos
confinaron en nuestras casas para evitar contagios, y luego en cápsulas de
hibernación auspiciadas por la OMS. Alimentados por vía intravenosa, ahí nos
refugiamos a perpetuidad, con el cerebro enchufado a una realidad virtual donde
podíamos trabajar a discreción, aprender idiomas, visitar museos, ver en vivo a
Bowie, descifrar el manuscrito Voynich o sustituir a Marco Antonio en el lecho de
Cleopatra.
—Por desgracia, a veces falla el software de la cápsula y empiezan las
pesadillas —concluyó Permutasol con su voz de Lawrence Fishburne—. Pero ya
hemos arreglado el suyo, señor Lizardo, así que puede volver cuando desee a su
vida normal.
Entonces desperté. Antes de tiempo, quizás.
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* Ilustración
original: Paolo Eleuteri Serpieri, “Druuna. Morbus Gravis I”.