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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES LXII. DE GIRA CON GIRONDO

Gonzalo Lizardo

En estos tiempos de encierro, extraño mucho viajar en su sentido más amplio, es decir, de manera literal y literaria. Siempre he sostenido que todo buen poeta debe ser un buen viajero aunque no salga de casa: basta “metamorfosear una silla en transatlántico”[1] para darle una vuelta diaria al reloj y una órbita anual al calendario. Cuando Descartes sugería que un viaje ilustraba tanto como un libro, se equivocaba (a medias) por oponer actividades que no se excluyen. Pocos placeres se comparan con el de leer mientras se viaja (sobre todo libros de viajes) pues entonces se amalgama el paseo con la lectura y la memoria con la experiencia.

A diferencia de otros viajeros —como Gautier en España, Neruda en Birmania o Tablada en Japón—, el poeta argentino Oliverio Girondo no viajaba con su cultura o su ignorancia como si fueran un lastre, sino una brújula. En sus dos primeros poemarios, Veinte poemas para ser leídos en tranvía (1922) y Calcomanías (1925), Girondo viaja sin temor a lo desconocido y sabe transcribir sus hallazgos con la facilidad de un niño. Así puede evocarnos el paisaje castellano a bordo de un tren lentísimo: “Sobre la cresta de los peñones / vestidas de primera comunión, / las casas de los aldeanos se arrodillan /a los pies de la iglesia”.[2] Igualmente espléndida es su postal de Toledo, donde vio “Perros que se pasean de golilla/ con los ojos pintados por el Greco. / Posadas donde se hospedan todavía los protagonistas del ‘Lazarillo’ y del ‘Buscón’”.[3] O bien, cuando se asoma a su ventana de Douarnenez y ve que el campanario, como si fuera un mago, “saca de su campana /una bandada de palomas”.[4]

(Aunque mi estampa favorita la escribe en Venecia: “Góndolas con ritmos de cadera. Fachadas que reintegran tapices persas en el agua. Remos que no terminan nunca de llorar”, antes de que Girondo concluya, con encantador sarcasmo: “¡Cuando el sol incendia la ciudad, es obligatorio ponerse un alma de Nerón!”.[5])

Pero andar así de gira no es común entre los mortales. Hace falta ser un poeta como Girondo para descubrir maravillas —dignas de Marco Polo— sin salir del propio barrio: “Sobre las mesas, botellas decapitadas de champagne con corbatas blancas de payaso, baldes de níquel que trasuntan enflaquecidos brazos y espaldas de cocottes”.[6] Sería como tener un aleph en las pupilas, que nos permitiría viajar a donde quisiéramos, incluso al interior del propio yo, como lo intentó después Girondo, una vez que se aventuró a explorar su Espantapájaros (1932).


[1] Girondo, Oliverio, Calcomanías (Poesía reunida 1923-1932), Renacimiento, Sevilla 2007, p. 166.

[2] Ibíd., p. 85.

[3] Ibíd., p. 78.

[4] Ibíd., p. 36.

[5] Ibíd., p. 48.

[6] Ibíd., p. 46.

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