Gonzalo Lizardo
Basta caminar unas horas por la ciudad de México, en cualquier época del año, para advertir nuestra necrófila fascinación por la muerte. Esculpidas o tatuadas, barrocas o rocanroleras, es abrumadora la cantidad de calaveras que nos sonríen casi a cada paso. Mezcla dispar de lo hispano y lo náhuatl, nuestra arcaica fascinación por la muerte fue promovida por la iglesia novohispana para controlar la consciencia de los vasallos: no hay mejor antídoto contra los malos pensamientos que la amenaza de una muerte terrible y un castigo eterno. Por eso la frase Memento mor[1] —que formulaba originalmente una advertencia contra la soberbia de los gobernantes— fue reinterpretada como una amenaza contra cualquiera que anhelara la riqueza, la gloria, la lujuria o la sabiduría: esas efímeras tentaciones que nos arrastraban hacia la eterna condenación de nuestra alma.
A partir de esa
premisa, en el siglo XVII los pintores desarrollaron un género inspirado en la
frase bíblica Vanitas vanitatum omnia
vanitas.[2]
Conocidas como Vanitas, estas
alegorías pictóricas expresaban lo vacuo del Mundo al confrontarlo con el
poderío invencible de la Muerte. De acuerdo con el dogma, al renunciar a la
vida material (por ser efímera) salvaríamos nuestra alma eterna, pero al mirar
esos numinosos cuadros es más patente su deseo de aprehender lo efímero,
perpetuando por medios artísticos la agonía, la materia en proceso de
podredumbre. Ante la obra de Juan de Valdés,[3]
por ejemplo, no es raro que la gente crea percibir el olor de la carroña, una
especie de sinestesia conocida también por los lectores de Cervantes o el Lazarillo.
Por más parecidos
que nos parezcan ambos discursos, hay un desajuste entre la Teología y el Arte
del siglo XVII. Los teólogos nos exigían renunciar a lo material en pos de lo
Eterno, mientras que los artistas nos deleitaban con las formas sensibles y
efímeras, como si intuyeran que la Eternidad no es sino una sombra: una ilusión
inducida por el Dogma. ¿Por qué negar lo que existe, se ve, se oye, se huele, a
cambio de una promesa maliciosa? ¿No es más herético abjurar —como exige la
Iglesia— del mundo material creado por Dios? Si así fuera, la frase “recuerda
que morirás” implicaría no renunciar a la vida, sino aprender a vivir. Aprende a disfrutar aquello que perciben los
sentidos antes de que la Eternidad nos lo quite para siempre. Recuerda que
morirás, pero no olvides vivir pues, citando a Quevedo, sólo “lo fugitivo
permanece y dura”.
[1] “Recuerda que
morirás”.
[2] “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.
Eclesiastés 1,2.
[3] Como las Postrimerías de Juan de Valdés Leal, pintadas para el Hospital de
la Caridad de Sevilla.