Gonzalo Lizardo
Justo a la hora de comer, mientras degustaba un mexicanísimo caldo tlalpeño, me enteré de la polémica del día: la carta con que López Obrador solicitó al rey de España y al Papa que se disculparan ante los pueblos originarios de América por la violencia ejercida contra ellos durante la Conquista. En sí la propuesta me asustó menos que la enardecida reacción de las redes sociales. Una reacción polarizada que el presidente ya esperaba, y que le serviría para poner en evidencia las voces de sus simpatizantes y la de sus disidentes: “El que no apoye mi propuesta es gachupín”. Esta retórica se vuelve preocupante si la relacionamos con las declaraciones de la senadora Jesusa Rodríguez, cuando afirmó que comer tacos de carnitas era “celebrar la caída de la gran Tenochtitlán”. La intención de este mensaje reiterado por el morenismo dominante es evidente: fertilizar una idea criollista de la historia, donde el villano es siempre el gachupín y la raza azteca el Imperio Perdido, nuestra patria traicionada por la infame Malinche y los siniestros tlaxcaltecas.
Amén de ser falsa,
la propuesta es grave. En vez resarcir efectivamente la injusticia que padecen
los pueblos originarios, comienzan por promover el odio, mientras proponen como
modelo de civilización a los más totalitarios de los pueblos prehispánicos.
Esta visión del mundo no es nueva ni es sana. El furor antigachupín provocado
por López Obrador y la idealización que hace doña Jesusa de la Gran
Tenochtitlán, son dos caras de una ideología muy añeja y dañina, incubada no
por los indígenas, sino por los criollos de la Nueva España. Una visión del
mundo que les permitió distanciarse de los peninsulares escudados tras una
cultura mitificada. Esta admiración por los mexicas evidencia que los criollos
no buscaban liberar a los zapotecas, a los mixtecos, a los tarascos o a los
huastecos, sino dominarlos tal como hacía Tenochtitlán. Ese viejo criollismo,
por tanto, no era sino un discurso imperialista y totalitario, que adulteraba
la historia para fomentar el odio y afianzarse en el poder sin acabar con la
opresión, por cuanto el culpable de la injusticia no era el gobierno sino el
otro, siempre el otro. Una argucia que permite (ayer como ahora) convertir a
los disidentes en gachupines, para mandarlos todos juntos a la tiznada.
Confieso que no
terminé de comerme el caldo tlalpeño, para que el aguacate no me hiciera daño
al pensamiento.