Gonzalo Lizardo
Este Sábado de Gloria, tras una comida
sobria pero deliciosa en casa de mis papás, me preguntó mi madre si yo, en
definitiva, creía o no en Dios. Su pregunta me tomó por sorpresa, pues yo nunca
había ocultado mi escepticismo religioso y suponía que ella lo toleraba
mientras yo cumpliera con las devociones que ella ha impuesto en su casa, como
bendecir las comidas y rezar el rosario en fechas especiales. Así que, para no
enredarme con sutilezas neobarrocas, le respondí con la cita que suele
atribuirse a Einstein: “si debo creer en algún Dios, sólo podría creer en el
Dios de Spinoza”: un Dios impersonal, que se manifiesta como un orden universal
a través de las leyes de la Naturaleza.
La respuesta
no la satisfizo porque ella, como casi todo católico, prefiere creer en un Dios
antropomorfo y patriarcal, capaz de oír millones de plegarias simultáneas y de
hacer milagros con sus manos y su voz. Esta imagen fue impuesta por las
Escrituras, que lo describen como a un anciano: “su vestidura era blanca como
la nieve, y el cabello de su cabeza como lana pura, su trono, llamas de fuego”.[1]
Incluso Jesucristo suscribe esta imagen cuando afirma que los ángeles
“contemplan siempre el rostro de mi padre que está en los cielos”.[2]
Aun así, para
algunos teólogos católicos estas imágenes no son sino metáforas poéticas. El
jesuita Nieremberg, por ejemplo, imaginó un dios sin forma humana, cuya esencia
estaba en todas partes y sus límites en ninguna. Para explicarlo, argumentó que
las creaturas poseen cuerpo solamente para satisfacer sus necesidades: las
plantas requieren de raíces para extraer alimento; los animales de piernas para
perseguir su presa o para huir de sus predadores; los hombres de manos porque
no pueden hacer nada sólo con quererlo. En cambio, “Dios no tiene nada de esto,
porque no tiene ninguna imperfección […] ni tiene pies, ni manos, ni cabeza, ni
aumento, ni ojos, ni oídos, ni trabajo de discurso, ni mudanza de movimiento,
porque es inmenso, impasible, inmutable, inmortal, eterno, omnipotente,
sapientísimo”.[3]
Pese a su
semejanza con el dios de Spinoza, esta imagen abstracta y panteísta de Dios fue
divulgada en los siglos barrocos por influjo del humanismo neoplatónico. Aunque
la toleró de mala gana dentro de sus círculos intelectuales, la Iglesia
prefirió difundir ante el vulgo la de un Dios antropomorfo y patriarcal, pues
tenía dos ventajas: por un lado era más fotogénica ante los feligreses y, por
el otro, sustentaba mejor el Poder absoluto de los reyes y de los papas, esos
dioses terrenales, sentados en sus tronos de fuego.
[1] Daniel 7, 9.
[2] Mateo 18, 10.
[3] Nieremberg, Juan Eusebio, De la hermosura de Dios y su amabilidad,
Biblioteca del Apostolado de la Prensa, Madrid 1904, p. 57.