Gonzalo Lizardo
Hay una profunda diferencia entre el dios
personal de las religiones monoteístas y el dios impersonal que imaginaron Spinoza,
Lezama o Aronofsky. El primero es un dios misógino y paternalista, diseñado
para imponer una política autoritaria, enemiga de cualquier crítica: cuando hay
un solo Dios, un solo Rey, una sola Religión, no queda espacio para filósofos,
poetas ni disidentes. En contraste, la Fe en un dios “panteísta” debería
propiciar relaciones justas, horizontales y democráticas entre sujetos
plurales: teóricamente así pasaba en las polis griegas y así debería ocurrir,
utópicamente, en los círculos científicos o artísticos modernos.
La Historia
muestra, sin embargo, que la democracia ha sido poco amistosa con la filosofía.
Así le pasó a Sócrates, cuya muerte, según Hannah Arendt, simboliza la derrota
del pensamiento en manos de la política. Sócrates tuvo en parte la culpa, pues
quiso defenderse racionalmente de las acusaciones que le hicieron, y al
“dirigirse a sus jueces de forma dialéctica […] su verdad se convirtió en una
opinión entre otras opiniones, sin más valor que las no-verdades de sus
jueces”.[1] Por
más argumentos que Sócrates esgrimiera, sus jueces lo desoyeron y con la venia
del pueblo lo condenaron a beber la cicuta.
En venganza
por esta muerte, Platón imaginó una república regida por un filósofo-rey: un
sabio que liberaría al pueblo de la caverna para conducirlo hacia la sabiduría
y la felicidad. Por gracia o por desgracia, este ideal ha tenido poco éxito a
lo largo de la historia. Son emblemáticos los casos de Goethe en Weimar, de
Heidegger en la Alemania nazi, o de Eugenio d’Ors en la España de Franco. En
los hechos, el “filósofo-rey” suele convertirse en un pensador cortesano, un
“intelectual orgánico” que gobierna la vida cultural de la nación a cambio de
promover y sustentar los ideales del Estado.
Para que no lo
ningunee el pueblo ni lo soborne el Poder, Arendt imagina una figura
intermedia: un intelectual capaz de hablar, de oír y de criticar —sin
compromisos con nadie— la vida política de su tiempo. Pero más aún: según
Arendt, si estos sabios quieren forjar una verdadera filosofía política
“tendrían que hacer de la pluralidad del hombre […] el objeto de su thaumadzein.[2]
Hablando en términos bíblicos, tendrían que aceptar […] el milagro de que Dios
no creó al hombre, sino que ‘los creó
macho y hembra’”.[3]
En
consecuencia, para asumir una misión política, el filósofo debe renunciar antes
que nada a la Unidad (a los dogmas y monoteísmos) para reconocer que las
personas y las naciones son plurales, múltiples, complejas: “macho y hembra”,
como el mismo Dios que nos ha creado.
[1] Arendt,
Hannah, La promesa de la política,
Paidós, Barcelona 2008, p. 51.
[2] Thaumadzein: asombro del filósofo ante
un enigma o ante su solución.
[3] Ídem, p. 74.