Gonzalo Lizardo
Anoche
soñé con tambores: un redoble de bombos y atabales, timbales y tarolas que se
acercaban a mi lecho hasta hacerme despertar. No ocurrió una, ni dos, sino tres
veces: justo como pasa con los sueños visionarios. “Los tambores de la guerra”,
me dije al recordar ese rencor que inunda, incontenible, nuestra vida
cotidiana: desde la calle hasta la casa, pasando por las escuelas, las redes
sociales, la vida política, conyugal o literaria.
Eran las cuatro cuando me
levanté, ensombrecido, a lidiar con el desvelo. “La solución no puede ser el
odio”, me repetía sin poder demostrármelo. Quise leer el I Ching pero nada me dijo, como tampoco el Zarathustra y ni siquiera el Ulises,
lo cual me hizo a pensar que el asunto era grave, casi apocalíptico. Sólo
vislumbré una salida cuando me puse los audífonos. No fue a la primera, ni a la
segunda, sino a la tercera canción que escuché Le deserteur, de Boris Vian: la carta que un soldado escribe a su
presidente antes de enrolarse en su batallón: “Pero mi presidente / no quiero
hacer la guerra / yo no vine a la tierra / para matar a nadie”.
Entonces comprendí. Cuando la
tensión social llega a sus límites críticos, la guerra se vuelve inminente y
necesaria: “la guerra es la higiene del mundo”, ya lo dijo Marinetti, con
frialdad futurista. Por eso los tambores de mi sueño, por eso tanta discordia
entre chairos y fifís, entre Trump y la UE, entre Tangananica y Tangananá. “Sin
importar en cual frente estallen los cañones, pronto tendrás que enrolarte”,
supuse con angustia, consciente de que jamás cumpliré, punto por punto, los
requisitos de ningún bando. “Siempre serás un hereje, sin que a nadie importen
tus razones, así que prepárate para el exilio o el gulag, a menos de que puedas
disparar contra tu amada o contra tu hermano, contra tu vecino o contra ti
mismo, si la causa te lo exige”.
“Aquí ya no hay lugar para un
hombre viejo”, suspiré, convencido de que la solución no debe ser el Odio,
nunca, por más que el Amor sea una especie más extinguida del planeta. A cambio
de robarme la esperanza, esta conclusión me trajo serenidad. Los tambores de la
guerra se acercan, eso lo sé, aunque espero equivocarme. He vivido, amado,
leído y escrito más que suficiente, pero no me rendiré. Sea cual sea el frente
de combate, acudiré a la batalla sin abandonar mi trinchera. Pero, si te toca
ser mi enemigo, te lo advierto de una vez: no llevaré armas; cualquiera podrá
dispararme a matar.