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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES XIV. La poesía y el monopolio del terror

Gonzalo Lizardo

Según Hannah Arendt, la función esencial de la política es regular la guerra, es decir, contener la violencia deliberada entre individuos, grupos o naciones. Como no somos autárquicos, la vida de cada uno depende de los otros y el cuidado de la vida común depende de todos: la política es lo que rige la relación entre individuos (o entre pueblos o entre naciones), y por tanto, “la misión y el fin de la política es asegurar la vida en el sentido más amplio. [Como] en esta convivencia se trata de hombres y no de ángeles, el cuidado de la existencia sólo puede tener lugar mediante un estado que posea el monopolio de la violencia y evite la guerra de todos contra todos.”[1]

Por desgracia, al monopolizar la violencia, el estado suele anular la libertad de los individuos, lo cual implica la muerte de la acción política, en tanto lo político “sólo empieza donde acaba el reino de las necesidades materiales y la violencia física”.[2] (No es casualidad, según Terry Eagleton, que el estado “democrático” moderno haya nacido como hermano gemelo del terror: “En la época de Danton y Robespierre, el terrorismo dio sus primeros pasos bajo la forma de terrorismo de Estado. Era una violencia infligida por el Estado contra sus enemigos, no un ataque contra la soberanía lanzado por unos enemigos encapuchados”.[3])

Por eso las dictaduras, para monopolizar el terror, comienzan por proclamar que la libertad no es buena ni necesaria, y que debe sacrificarse a Dios, a la paz social o al desarrollo histórico. Por eso, si desean evitar ese autoritarismo, los individuos deben colaborar en la conformación del estado, de sus leyes y sus gobernantes, mediante procesos casi siempre violentos: para frenar la violencia es inevitable ejercer otra violencia, una paradoja que sería cómica si no pusiera en juego nuestro deseo de libertad. Por más que la violencia sea inevitable, eso no implica que debamos renunciar a ser libres.

En este contexto, Arendt propone una posición intermedia, más cercana a Sócrates que a Platón, cuando afirma que el papel del filósofo “no es el de gobernar la ciudad, sino el de ser su ‘tábano’, no es el de decir verdades filosóficas, sino el de hacer a los ciudadanos más veraces”.[4] Al filósofo no le conviene (ni al poeta) aislarse de la sociedad pero tampoco gobernarla. Al contrario de los ascetas o los intelectuales orgánicos, su misión “política” es mediadora: promover el diálogo entre los ciudadanos para adiestrar nuestra doxa: una facultad indispensable para lograr consensos y defender nuestra libertad de pensar y leer, escribir y soñar, trabajar y jugar, sin la castrante amenaza de la violencia.


[1] Arendt, Hannah, La promesa de la política, pp. 150-151.

[2] Ídem, p. 154.

[3] Eagleton, Terry, Terror Santo, Debate, Barcelona 2008, p. 13.

[4] Ídem, p. 53.

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