Gonzalo Lizardo
Según
Hannah Arendt, la función esencial de la política es regular la guerra, es
decir, contener la violencia deliberada entre individuos, grupos o naciones.
Como no somos autárquicos, la vida de cada uno depende de los otros y el
cuidado de la vida común depende de todos: la política es lo que rige la
relación entre individuos (o entre pueblos o entre naciones), y por tanto, “la misión y el fin de la política es
asegurar la vida en el sentido más amplio. [Como] en esta convivencia se trata
de hombres y no de ángeles, el cuidado de la existencia sólo puede tener lugar
mediante un estado que posea el monopolio de la violencia y evite la guerra de
todos contra todos.”[1]
Por desgracia,
al monopolizar la violencia, el estado suele anular la libertad de los
individuos, lo cual implica la muerte de la acción política, en tanto lo
político “sólo empieza donde acaba el reino de las necesidades materiales y la
violencia física”.[2]
(No es casualidad, según Terry Eagleton, que el estado “democrático” moderno
haya nacido como hermano gemelo del terror: “En la época de Danton y
Robespierre, el terrorismo dio sus primeros pasos bajo la forma de terrorismo
de Estado. Era una violencia infligida por el Estado contra sus enemigos, no un
ataque contra la soberanía lanzado por unos enemigos encapuchados”.[3])
Por eso las
dictaduras, para monopolizar el terror, comienzan por proclamar que la libertad
no es buena ni necesaria, y que debe sacrificarse a Dios, a la paz social o al
desarrollo histórico. Por eso, si desean evitar ese autoritarismo, los
individuos deben colaborar en la conformación del estado, de sus leyes y sus
gobernantes, mediante procesos casi siempre violentos: para frenar la violencia
es inevitable ejercer otra violencia, una paradoja que sería cómica si no
pusiera en juego nuestro deseo de libertad. Por más que la violencia sea
inevitable, eso no implica que debamos renunciar a ser libres.
En este
contexto, Arendt propone una posición intermedia, más cercana a Sócrates que a
Platón, cuando afirma que el papel del filósofo “no es el de gobernar la
ciudad, sino el de ser su ‘tábano’, no es el de decir verdades filosóficas,
sino el de hacer a los ciudadanos más veraces”.[4] Al
filósofo no le conviene (ni al poeta) aislarse de la sociedad pero tampoco
gobernarla. Al contrario de los ascetas o los intelectuales orgánicos, su
misión “política” es mediadora: promover el diálogo entre los ciudadanos para
adiestrar nuestra doxa: una facultad
indispensable para lograr consensos y defender nuestra libertad de pensar y
leer, escribir y soñar, trabajar y jugar, sin la castrante amenaza de la
violencia.
[1] Arendt, Hannah, La promesa de la política, pp. 150-151.
[2] Ídem, p. 154.
[3] Eagleton, Terry, Terror Santo, Debate, Barcelona 2008, p. 13.
[4] Ídem, p. 53.