Gonzalo Lizardo
En los últimos tres meses, malicioso, el
azar puso en mi atril tres biografías de escritores hechas por escritores,
entre ellas, El acueducto infinitesimal, que
el poeta Ernesto Lumbreras escribió sobre el poeta Ramón López Velarde o, más
exactamente, sobre su vida en la Ciudad de México a principios del siglo XX. Un
libro muy lujoso, editado por Calygramma, pródigo en ilustraciones y en notas
eruditas, que satisface con creces lo que anhela cualquier lector de este
subgénero metaliterario: conocer los vínculos que unen al creador con su alma y
con su prójimo, con su siglo y con su escritura.
De inicio,
confesaré que he disfrutado este libro como si fuera una novela de amor: la
emotiva crónica del cortejo con que el poeta provinciano se propuso seducir a
la capital mexicana. Así describe Lumbreras el instantáneo embeleso del niño
Ramón, a sus 7 años, cuando viajó por primera vez a la metrópoli: “Todo lo
asombra, lo conmueve y lo excita (…) el traqueteo y las chispas de los tranvías
eléctricos en el Zócalo, la elegancia y el garbo de las señoras y señoritas que
caminan por Plateros, muy distintas en su vestir en comparación con sus
paisanas”.[1]
Este idilio
tuvo, por cierto, un escenario sobrehumano: entre el declive del porfiriato y
la violencia revolucionaria que por décadas desangró a nuestro país. En vez de
mermar su ánimo, estas adversidades fortalecieron la vocación del poeta y su
pluma periodística, que lo empujó a expresar públicamente sus convicciones. Si
bien su fe cristiana no se contradecía en un principio con su maderismo, pronto
se puso a prueba su ideario, cuando el Partido Católico Nacional rompió con
Madero para apoyar el cuartelazo de Huerta. Autoexiliado de la capital, el
poeta vivió tiempos de zozobra y turbulencia, que Lumbreras describe con
destreza, mientras desovilla la maraña política y cultural de nuestro país,
desde la caída de Díaz hasta el ascenso de Carranza. Una maraña semejante, por
cierto, a la que hoy ovilla nuestros días.
Solo entonces
pudo el poeta consumar su idilio. En esa amada, ingrata metrópoli —que entonces
contaba con apenas 329 mil habitantes— aparecieron sus primeros libros, La sangre devota (1916) y Zozobra (1919), lo mismo que La suave patria (1921), el poema que lo
consagró por siempre. Pero el himeneo duró muy poco, hasta ese fatídico 19 de
junio, cuando una gitana anticipó su muerte y el poeta dio su último paseo,
enfermo de bronconeumonía, “del centro de la Capital a su casa, de noche y bajo
una llovizna”,[2]
cuando expiró en el regazo de su amante; triste, solitario y febril como en una
novela de amor.
[1] Lumbreras, Ernesto, El acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México
1912-1921, Calygramma, México 2019, p. 14.
[2] Ibíd., p. 138.