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LAS GLOSAS Y LOS AZARES: XLII EL POETA Y LA NOVELA

Gonzalo Lizardo

Supongo que López Velarde amó a la Ciudad de México no como amaba a la Mujer ni como al terruño de su infancia, sino como se ama a la Polis: al espacio por excelencia de la acción política, donde él tendría que conciliar su vena poética con su fervor erótico. Según lo cuenta Ernesto Lumbreras en El laberinto infinitesimal, resulta admirable el tesón del poeta para adaptarse a la metrópoli y sus intrigas sin desatender a su familia, ni abaratar su escritura, ni resistir el asalto de la belleza, mucho menos la femenina: “toda su vida López Velarde buscó el amor” apunta Paz, citado por Lumbreras, “porque estaba enamorado, más que de una mujer, del amor mismo”.[1]

Su muerte fue trágica no porque frustrara su búsqueda amorosa, sino porque malogró su metamorfosis intelectual, prevista ya en La suave patria, y favorecida por el trato con Tablada, Herrán o González Martínez. Así lo sugieren “La derrota de la palabra” o “El predominio del silabario”: dos artículos que revelan a un crítico sutil, decidido a reformular el canon modernista y entrever nuevos discursos poéticos. (Me atrevo a suponer que Alfonso Reyes no soportaba a López Velarde porque lo veía como un modelo antagónico de intelectual: mientras el primero representa al gran escritor decimonónico, noble y de rancio linaje, el segundo es apenas un tinterillo provinciano, abogado y periodista que desde su buró desafiaba los cánones heredados del porfirismo.)

A partir de estos indicios, Ernesto Lumbreras se pregunta si nuestro poeta esbozaría alguna vez una novela, y yo puedo apostar que sí, pero solo si hubiera vivido otros diez años y hubiera roto su crisálida. Como lector de Anatole France y autor de algunas prosas muy finas, el jerezano poseía dotes e intenciones de novelista. No es nada difícil, por ejemplo, releer “José de Arimatea” como si fuera el íncipit de un relato erótico, pleno de culpa y simbolismos: “En la simultaneidad sagrada y diabólica del universo, hay ocasiones en que la carne se hipnotiza entre sábanas estériles…”[2]

Lumbreras mismo cede a dicha tentación y se atreve a novelar ciertas peripecias de su personaje, como aquella de 1919, tras los funerales de Amado Nervo, cuando vemos al poeta caminar por Donceles con diez ejemplares de Zozobra recién impresos bajo el brazo. Mientras piensa a quién dedicaría el primero de ellos, sus pasos lo conducen, involuntarios, a la calle San Juan de Letrán: a una casa de niñas malas, vestidas con kimono, que se apropian de los diez ejemplares y le regalan diez besos carmines, “de tulipán y seda” para que el poeta se los dedique: “a Marlene, Rubí, Sisi, Lola…” Un episodio digno de Balzac, pero vivido con una gracia que el pícaro Joyce hubiera disfrutado.


[1] Lumbreras, Ernesto, El acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921, Calygramma, México 2019, p. 45.

[2] Ibid, p. 92.

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