Gonzalo Lizardo
Supongo que López Velarde amó a la Ciudad
de México no como amaba a la Mujer ni como al terruño de su infancia, sino como
se ama a la Polis: al espacio por
excelencia de la acción política, donde él tendría que conciliar su vena
poética con su fervor erótico. Según lo cuenta Ernesto Lumbreras en El laberinto infinitesimal, resulta
admirable el tesón del poeta para adaptarse a la metrópoli y sus intrigas sin
desatender a su familia, ni abaratar su escritura, ni resistir el asalto de la
belleza, mucho menos la femenina: “toda su vida López Velarde buscó el amor”
apunta Paz, citado por Lumbreras, “porque estaba enamorado, más que de una
mujer, del amor mismo”.[1]
Su muerte fue
trágica no porque frustrara su búsqueda amorosa, sino porque malogró su
metamorfosis intelectual, prevista ya en La
suave patria, y favorecida por el trato con Tablada, Herrán o González
Martínez. Así lo sugieren “La derrota de la palabra” o “El predominio del
silabario”: dos artículos que revelan a un crítico sutil, decidido a reformular
el canon modernista y entrever nuevos discursos poéticos. (Me atrevo a suponer
que Alfonso Reyes no soportaba a López Velarde porque lo veía como un modelo antagónico
de intelectual: mientras el primero representa al gran escritor decimonónico,
noble y de rancio linaje, el segundo es apenas un tinterillo provinciano, abogado
y periodista que desde su buró desafiaba los cánones heredados del porfirismo.)
A partir de
estos indicios, Ernesto Lumbreras se pregunta si nuestro poeta esbozaría alguna
vez una novela, y yo puedo apostar que sí, pero solo si hubiera vivido otros
diez años y hubiera roto su crisálida. Como lector de Anatole France y autor de
algunas prosas muy finas, el jerezano poseía dotes e intenciones de novelista.
No es nada difícil, por ejemplo, releer “José de Arimatea” como si fuera el
íncipit de un relato erótico, pleno de culpa y simbolismos: “En la
simultaneidad sagrada y diabólica del universo, hay ocasiones en que la carne
se hipnotiza entre sábanas estériles…”[2]
Lumbreras
mismo cede a dicha tentación y se atreve a novelar ciertas peripecias de su
personaje, como aquella de 1919, tras los funerales de Amado Nervo, cuando
vemos al poeta caminar por Donceles con diez ejemplares de Zozobra recién impresos bajo el brazo. Mientras piensa a quién
dedicaría el primero de ellos, sus pasos lo conducen, involuntarios, a la calle
San Juan de Letrán: a una casa de niñas malas, vestidas con kimono, que se
apropian de los diez ejemplares y le regalan diez besos carmines, “de tulipán y
seda” para que el poeta se los dedique: “a Marlene, Rubí, Sisi, Lola…” Un
episodio digno de Balzac, pero vivido con una gracia que el pícaro Joyce
hubiera disfrutado.
[1] Lumbreras, Ernesto, El acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México
1912-1921, Calygramma, México 2019, p. 45.
[2] Ibid, p. 92.