Gonzalo Lizardo
Entre los episodios más reveladores de El acueducto infinitesimal, de Erenesto
Lumbreras, destacaría yo la evocación de aquella tarde, en mayo de 1914, cuando
López Velarde, acompañado por Jesús Villalpando, visitó a José Juan Tablada en
su casa japonesa de Coyoacán. La visita, me imagino, era políticamente muy
incorrecta en aquellos años, cuando Tablada era “el antimaderista número uno de
la intelectualidad mexicana”.[1]
Vestido con kimono de seda, el autor de En
el país del sol los invitó a sentarse entre sapos y pebeteros orientales,
para hablarles de Hiroshigué, de Lugones o de Sadayakko. Por encima de las
discordias políticas que polarizaban el país, esa tarde ambos poetas forjaron
una amistad, templada por la Poesía, que aun ahora resulta ejemplar, en
nuestros tiempos polarizados y violentos.
Pero la escena
también admite otra lectura, por cuanto confrontó dos estilos de ser
“intelectual”. José Juan Tablada era un poeta cosmopolita, típico del
porfirismo, un “jilguero” adicto a la morfina que “recitaba sus versos en las
ceremonias patrióticas y en los eventos sociales más distinguidos”.[2] López
Velarde, en cambio, era un convencido maderista que se ganaba la vida como
abogado o funcionario, pero que no dudaba en manifestarse contra la política
oficial, como lo hizo cuando firmó una declaración a favor de los Aliados
durante la primera guerra, pese a que luego lo acusaran, como a los demás
firmantes, de ser un “vendido” de Washington.[3]
Pero la
fatalidad, siempre irónica, permitió que Tablada viviera muchos años,
aprendiera de sus errores y asimilara en su poesía la pujanza de las
vanguardias europeas. En contraste, la muerte impidió que López Velarde
trascendiera la fama de La suave patria,
debido a la oportunista canonización del nuevo régimen, que lo convirtió en “un
poema patriótico declamable en las escuelas”, mientras su autor era reducido con
las etiquetas de “poeta provinciano” o “poeta cívico”. Más generoso fue
Tablada, quien rescató la sediciosa originalidad de La suave patria al exclamar: “¡Qué manera única de ahogar la
retórica en el corazón de la epopeya!”[4]
Como afinidad
de opuestos, la fértil amistad de Tablada y López Velarde podría refutar una
paradoja terminal de nuestra cultura, esa que valora la calidad de una obra
poética por la fidelidad del poeta a un proyecto político ajeno. Desde ese
punto de vista, la muerte prematura le acarreó a López Velarde una sola gracia:
la de preservar para siempre su reputación de poeta célibe y donjuán, católico
y maderista, inmune a los vaivenes de la grilla nacional y a los caprichos de
sus caciques.
[1] Lumbreras, Ernesto, El acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México
1912-1921, Calygramma, México 2019, p. 33.
[2] Ruedas de la Serna, Jorge, “Prólogo” a En el país del sol, unam, México 2006, p. 19.
[3] Lumbreras, Ernesto, op. cit., p. 101.
[4] Ibíd., p. 130.