Gonzalo Lizardo
Hace poco,
encerrado en mi cubículo, escuché que afuera dos alumnas discutían —con
entusiasmo y temor— en torno a una premisa inquietante: ¿son violadores en
potencia todos los hombres por el hecho (biológico) de ser varones? ¿Tendrían
ellas que cuidarse de todos, desconfiar de los padres y los familiares, los
conocidos y los desconocidos, los hetero, los homo, los trans? Me hubiera
gustado examinar sus argumentos —nada triviales— pero preferí subir el volumen
de mi música para enfocarme a solas en ese problema, que de pronto me pareció
decisivo para el destino de la sociedad pero también para el mío, como varón
biológico que nací y, por tanto, como presunto violador (en potencia).
Postergando los
pendientes de esa mañana, me puse a organizar sobre el papel mis ideas. Resulta
demasiado obvio suponer que sí, que todo varón es (en potencia) violador, tal
como cualquier persona es (en potencia) criminal. Sin importar sexo, edad,
clase o ideología, cualquiera puede mentir o robar a alguien más, agredirlo o
matarlo por accidente, por venganza, por maldad o por capricho. Y puede
suponerse que así lo haría mucha gente si no existiera una ley, un orden social
que lo prohibiera y lo castigara. Pero aun si se acepta que por naturaleza
todos somos criminales potencialmente,
ninguna ley puede castigar a quien no cometa algún crimen realmente.
A manera de
hipótesis, todo crimen podría evitarse si se vaticinara, a ciencia cierta, que
algunas personas los cometerían necesaria
y fatalmente. Pienso en dos ejemplos literarios, uno clásico, otro barroco.
Edipo es condenado a muerte porque un oráculo aseguró que tarde o temprano
mataría a su padre Layo y se acostaría con su madre Yocasta. En La vida es sueño, Segismundo es
encarcelado cuando a su padre, el rey Basilio, le vaticinan que el príncipe se
volvería un tirano en cuanto asumiera la corona. Ambas obras tienen desenlaces opuestos.
Edipo se salva de la muerte solo para consumar, sin saberlo ni quererlo, su
previsto doble crimen. Segismundo, en cambio, demuestra que puede actuar libre
y justamente, con lo cual invalida el
oráculo y delata la iniquidad de su encierro. En el primer caso, el castigo es
inútil porque no evita el doble crimen; en el segundo es injusto porque recayó
en un inocente.
Más terrible
sería que el oráculo pudiera manipularse para castigar a un inocente o exonerar
a un culpable, tal como ocurre en la película Minority Report (2002), basada en un cuento de Philip K. Dick. En
tal caso, castigar un crimen en potencia se
vuelve un crimen en el acto: un
absurdo lógico, pero una tentación siempre latente.