Gonzalo Lizardo
Pero no todos
piensan como Arendt, empezando por su extutor, Martin Heidegger, quien aceptó
convertirse en el filósofo-rey que soñaba Platón, aunque fuera al servicio del
nazismo. Y Heidegger no ha sido, además, el único sabio que, a la manera de
Fausto, firmó un pacto con el poder político, tentado por la oportunidad de
corregir la sociedad, domeñar la historia y de paso redimir al hombre. Pero
entre todos estos intelectuales fáusticos —aun por encima de Goethe y de Eugenio
d’Ors— destaca el tragicómico Gabriele d’Annunzio, “el bardo nacional de una
Italia surgida poco antes que él, cuando el reino de las Dos Sicilias fue
anexado por los piamonteses gracias a Garibaldi”.[1]
Según el inclemente retrato que
Christopher Domínguez Michael hace de él, D’Annunzio fue tan popular en vida
como Tolstoi y como Ibsen, pero sin su “miga humanitaria”.[2]
Fue además soldado, capaz de manejar aviones y artillería, lo que le permitió,
en 1920, defender la ciudad de Fiume ante el ataque del gobierno de Giolitti.
Luego se proclamó comandante de la ciudad, a la que gobernó “con proclamas
poéticas, hizo imprimir timbres postales con su figura y la dotó de una
constitución, la Carta del Carnaro,
prefiguración del régimen fascista y sus corporaciones, una de las cuales,
platónica, congregaría a los sabios”;[3]
una aventura insólita, como la de Sancho Panza en Barataria: la única ocasión
en la historia “en que un poeta gobernó a su antojo una ciudad”.[4]
En más de un aspecto, Gabriele D’Annunzio influyó en la
oratoria y la pantomima política de Mussolini, quien supo honrar a su conflictivo
maestro protegiendo sus fueros y sus feudos hasta su muerte, acaecida en 1938.
Pero el poeta, además de anticipar el fascismo, fue también un plagiario, un
crítico miope, un adicto a la cocaína y un depredador sexual. Christopher
Domínguez nos cuenta, por ejemplo, que en un museo de Florencia, incitado por una
quimera, D’Annunzio mordió los labios de su novia hasta rasgarlos, pues se le
había antojado beber de su sangre.
“Quienes leyeron El
inocente, por supuesto, lo imaginaron matando bebés, rumores que él,
mercader de sí mismo, no desmentía”,[5] supone
su biógrafo antes de confesar que, por encima de sus mórbidas novelas y sus
pastiches poéticos, él rescataría El
libro secreto, la última entrega de su autobiografía, acaso porque ahí
podemos leer a D’Annunzio como un hiperbólico villano de novela —un Ubu Rey
pero erudito—, y no como ese literato mediocre que se ganó un nombre en la
Historia, a cambio de condenar su obra a nuestro desdén.
[1] Domínguez Michael, Christopher, “Retrato
de un hombre en el cielo”, en Retrato, personaje
y fantasma, Ai Trani, México 2016, p. 19.
[2] Ibid, p. 21.
[3] Ibid, p. 23.
[4] Ibid p. 25.
[5] Ibid,
p. 28.