Gonzalo Lizardo
Hay casualidades
que parecen providenciales. Y lo digo porque hace una semana, mientras escribía
sobre D’Annunzio y las peligrosas relaciones entre la política y la poesía, me
invitaron a participar en un homenaje al poeta Félix Dauajare para festejar el
centenario de su nacimiento. Y la coincidencia me asombró porque la escandalosa
vida del italiano reflejaba la ejemplar modestia del potosino, pero lo hacía
justo al revés. El italiano fue un poeta precoz que murió como un estadista
siniestro, mientras que el potosino hizo una impecable carrera como político,
antes de abjurar y convertirse en el poeta profundo y cabal que todos
deberíamos leer y releer como a un joven clásico.
Apoyado por Gonzalo Santos, “uno de los políticos más
pintorescos y notables de nuestro país”,[1]
Dauajare se inició desde muy joven en la política potosina mientras se dedicaba
en privado a las letras, leyendo seis horas diarias y publicando poemarios.
Tras desempeñar un buen número de cargos públicos, en 1974 ganó la presidencia
municipal de San Luis Potosí —otra ciudad gobernada por un poeta, como la Fiume
de D’Annunzio. Según sus familiares, “el licenciado” Dauajare atendía sus
cargos con cierta desidia, derivada del tedio, pero con probada eficacia. Fue
así como conoció a Miguel Donoso Pareja, cuando éste le propuso auspiciar la
creación de un taller literario en la ciudad.
Dauajare no sólo lo apoyó, sino que después, a los
pocos días de cumplir con su gestión, se convirtió en un alumno destacado del
taller. Ahí, junto con esa cofradía de jóvenes poetas y narradores, animados
por nuevos principios e inquietudes, el licenciado se reinventó como poeta. Fue
una conversión auténtica, acaso premeditada durante su paso por esa facultad de
letras donde conoció a Reyes, Paz o Pellicer. El feliz renacer de un fénix que
vale también como símbolo de un cambio más amplio: atrás quedó el poeta
decimonónico, ducho en leyes y en política —como López Velarde, como Gorostiza—
para dar paso al poeta-intelectual que advino tras el 68 —como Chumacero, como
Huerta, como Pacheco—: ése que se forma a sí mismo, creativa y críticamente, al
margen de las academias donde suele encontrar refugio.
De ese modo, al emerger de sus cenizas, Dauajare se
permitió elegir a sus propios contemporáneos, su propia tradición. Eso explica,
supongo, que su primer libro trabajado en el taller se llame Contraataque,[2]
y que en su primera página nos asegure: “La poesía es el cadáver de un enemigo
/ que pasará frente a tu puerta / si sabes esperar”,[3] pues
muchas veces resulta que ese enemigo era nuestro propio pasado.
[1] Ojeda, David, Prólogo a Dauajare, Félix,
La vida del relámpago. Obra poética, Verdehalago,
México 1995, p. xiv.
[2] Dauajare, Félix, Contraataque, Tierra Adentro, México 1979.
[3] Dauajare, Félix, La vida del relámpago. Obra poética, p. 291.