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Columna

LAS GLOSAS Y LOS AZARES XVII. La desmemoria del relámpago

Gonzalo Lizardo

Conocí a Félix Dauajare en 1996, cuando fui a San Luis Potosí y visité el taller de creación que entonces coordinaba David Ojeda. Eran sesiones épicas, con el colmillo crítico y el humor bien afilados. Así como admiraba el talento de Ojeda para analizar cuentos o poemas con solvencia, me asombró luego —cuando fuimos al billar— el talento de Dauajare para meter las bolas en las buchacas, a punta de groserías, al tiempo que me interrogaba sobre mis libros, mis proyectos, mi vida. Era un viejo lobo interesado, sin soberbia y sin envidia, por los imberbes cuentos de un cachorro, tal como se intrigaba por lo que escribíamos todos: por la manada entera.

Acaso por eso, mientras lo evoco, su destino me azozobra. En principio por la avara, sordomuda indiferencia que le ha brindado la posteridad —aunque quiero creer que él, con hedónico escepticismo, hubiera desdeñado aun la fama postrera. Más me conmueve recordar que su alma se ahogó, sin pausa ni prisa, en el fango del Alzheimer, y más porque él entreveía ese fantasma, seguramente, desde sus penúltimos poemas—: “Lo mucho que se espera de la poesía / y lo poco que logramos recuperar: […] ceniza suspendida, / olvido agazapado […] Se va la poesía / solamente recogemos la espera”.[1]

O quizá no. Quizá, como gran barroco que era —pero ateo—, su porfiada alusión a la brevedad de la vida y a la desmemoria no tiene el tono pusilánime con que suelen quejarse ciertos poetas. Animado por la convicción de que la palabra —ese perpetuo relámpago— podría vencer la muerte y aun el olvido, lo que exigen sus poemas es involucrar al máximo nuestros sentidos, nuestra imaginación, nuestra memoria, para fruir lo efímero, pero infinitamente: “cuando los cuerpos se deslizan […] sólo existe el instante / sin padres por detrás / sin hijos por delante / la limpia expectativa / el oído dispuesto para el discurso momentáneo / aunque llegue después el huracán /que derribe las puertas”.[2]

Es ese Dauajare, sin duda, el poeta que más extraño, el filósofo que más entraño, pero que aún puedo escuchar en mi muda tertulia con sus libros. Un poeta que nació para petrificar con su palabra el fulgor del relámpago, mientras aprende y nos enseña a bien morir, a bien olvidar. A no renunciar jamás, aun sabiendo que

La fatiga vendrá como el final de un cuento,

una obra de teatro, o una novela

por entregas […]

La noche espera la caída inflexible de la luz

y sólo quiere un invierno tan amable

como la muerte de los locos o de los enamorados.[3]


[1] Dauajare, Félix, “Pobres espigas”, en Las palabras de todos, p. 119.

[2] “Sin errores”, en ídem, p. 63.

[3] Dauajare, Félix, “II” en La vida del relámpago, Verdehalago, México 1995, p. 564.

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