Gonzalo Lizardo
Conocí a Félix Dauajare en 1996, cuando
fui a San Luis Potosí y visité el taller de creación que entonces coordinaba
David Ojeda. Eran sesiones épicas, con el colmillo crítico y el humor bien
afilados. Así como admiraba el talento de Ojeda para analizar cuentos o poemas
con solvencia, me asombró luego —cuando fuimos al billar— el talento de
Dauajare para meter las bolas en las buchacas, a punta de groserías, al tiempo
que me interrogaba sobre mis libros, mis proyectos, mi vida. Era un viejo lobo
interesado, sin soberbia y sin envidia, por los imberbes cuentos de un
cachorro, tal como se intrigaba por lo que escribíamos todos: por la manada
entera.
Acaso por eso,
mientras lo evoco, su destino me azozobra. En principio por la avara, sordomuda
indiferencia que le ha brindado la posteridad —aunque quiero creer que él, con hedónico
escepticismo, hubiera desdeñado aun la fama postrera. Más me conmueve recordar que
su alma se ahogó, sin pausa ni prisa, en el fango del Alzheimer, y más porque él
entreveía ese fantasma, seguramente, desde sus penúltimos poemas—: “Lo mucho
que se espera de la poesía / y lo poco que logramos recuperar: […] ceniza
suspendida, / olvido agazapado […] Se va la poesía / solamente recogemos la
espera”.[1]
O quizá no.
Quizá, como gran barroco que era —pero ateo—, su porfiada alusión a la brevedad
de la vida y a la desmemoria no tiene el tono pusilánime con que suelen
quejarse ciertos poetas. Animado por la convicción de que la palabra —ese
perpetuo relámpago— podría vencer la muerte y aun el olvido, lo que exigen sus
poemas es involucrar al máximo nuestros sentidos, nuestra imaginación, nuestra
memoria, para fruir lo efímero, pero infinitamente: “cuando los cuerpos se
deslizan […] sólo existe el instante / sin padres por detrás / sin hijos por
delante / la limpia expectativa / el oído dispuesto para el discurso momentáneo
/ aunque llegue después el huracán /que derribe las puertas”.[2]
Es ese
Dauajare, sin duda, el poeta que más extraño, el filósofo que más entraño, pero
que aún puedo escuchar en mi muda tertulia con sus libros. Un poeta que nació
para petrificar con su palabra el fulgor del relámpago, mientras aprende y nos
enseña a bien morir, a bien olvidar. A no renunciar jamás, aun sabiendo que
La fatiga vendrá como el final de un cuento,
una obra de teatro, o una novela
por entregas […]
La noche espera la caída inflexible de la luz
y sólo quiere un invierno tan amable
como la muerte de los locos o de los
enamorados.[3]
[1] Dauajare, Félix, “Pobres espigas”, en Las palabras de todos, p. 119.
[2] “Sin errores”, en ídem, p. 63.
[3] Dauajare, Félix, “II” en La vida del relámpago, Verdehalago,
México 1995, p. 564.