A propósito de
los umbrales entre juego y música, locura y razón, me ha tomado por sorpresa la
muerte de Daniel Johnston: un adorable demente que jugó muy en serio a ser
artista y alcanzó una fama insólita pero persistente. Primero lo conocí como
dibujante, cuando mi hija me mostró esa rana alienígena que se popularizó gracias
a la camiseta de Kurt Cobain. Y poco después vimos juntos The devil and Daniel Johnston,[1] un
documental que nos dejó estremecidos por la tragedia de su protagonista, por su
fáustica voluntad de triunfar, y por su descenso a los infiernos de la locura.
Aun dentro de la ambigua estirpe de los “artistas
locos” habría que buscarle un sitio propio: a medio camino entre aquellos cuyo
genio era nutrido por su demencia —como Van Gogh o Brian Wilson— y aquellos
cuya carrera fue interrumpida por sus crisis —como Syd Barret o Roky Erickson.
Desde una perspectiva convencional, Johnston era mal instrumentista y peor
cantante, pero fueron sus deficiencias técnicas, justamente, las que volvieron
desgarradoras sus canciones: cuando uno lo escucha cantar “I heard the voice of Satan crying in the woods / I saw my own heart
laying black with blood”, es casi imposible no contagiarse con su llanto y
con su pavor.
Algo similar ocurre con sus dibujos, muchos de ellos
realizados con bolígrafo sobre hojas de cuaderno. Junto con personajes ajenos
como el fantasma Casper o el Capitán América, Johnston hizo convivir a sus
héroes y a sus villanos —el boxeador sin cerebro, el perro de tres ojos, los
globos oculares y el ubicuo Satán, entre otros— para representar el drama
teológico de su interior. Por más que a veces tuviera tono de comedia, en ese
drama se ponía en juego el alma del artista pero también la salvación del
mundo: un combate tan intenso que hubiera consumido a Johnston si no contara
con el recuerdo de Laurie, su musa imposible, el amor de su vida, a quien
dedicó la mayoría de sus canciones.
Acaso para compensarlo por su impericia artística y su
infortunio amoroso, el demonio de la locura concedió a Johnston una
clarividencia y una creatividad que muy pocos artistas poseen. Por lo demás, no
habría que llorar su muerte, pues él la soñó —una y otra vez— como un alivio
para sus dolores y como el escenario ideal para alcanzar el amor. Porque “True love will find you in the end / You’ll
find out just who was your friend / Don’t be sad, I know you will / but don’t
give up / True love will find you in the end.”
[1] The Devil and Daniel
Johnston, Jeff
Feuerzeig (director), Harry S. Rosenthal (productor), Estados Unidos 2005.