Columna
LAS GLOSAS Y LOS AZARES XXIX LA SACRA DEMENCIA DE DANIEL JOHNSTON
A propósito de los umbrales entre juego y música, locura y razón, me ha tomado por sorpresa la muerte de Daniel Johnston: un adorable demente que jugó muy en serio a ser artista y alcanzó una fama insólita pero persistente. Primero lo conocí como dibujante, cuando mi hija me mostró esa rana alienígena que se popularizó gracias a la camiseta de Kurt Cobain. Y poco después vimos juntos The devil and Daniel Johnston,[1] un documental que nos dejó estremecidos por la tragedia de su protagonista, por su fáustica voluntad de triunfar, y por su descenso a los infiernos de la locura.
Aun dentro de la ambigua estirpe de los “artistas locos” habría que buscarle un sitio propio: a medio camino entre aquellos cuyo genio era nutrido por su demencia —como Van Gogh o Brian Wilson— y aquellos cuya carrera fue interrumpida por sus crisis —como Syd Barret o Roky Erickson. Desde una perspectiva convencional, Johnston era mal instrumentista y peor cantante, pero fueron sus deficiencias técnicas, justamente, las que volvieron desgarradoras sus canciones: cuando uno lo escucha cantar “I heard the voice of Satan crying in the woods / I saw my own heart laying black with blood”, es casi imposible no contagiarse con su llanto y con su pavor.
Algo similar ocurre con sus dibujos, muchos de ellos realizados con bolígrafo sobre hojas de cuaderno. Junto con personajes ajenos como el fantasma Casper o el Capitán América, Johnston hizo convivir a sus héroes y a sus villanos —el boxeador sin cerebro, el perro de tres ojos, los globos oculares y el ubicuo Satán, entre otros— para representar el drama teológico de su interior. Por más que a veces tuviera tono de comedia, en ese drama se ponía en juego el alma del artista pero también la salvación del mundo: un combate tan intenso que hubiera consumido a Johnston si no contara con el recuerdo de Laurie, su musa imposible, el amor de su vida, a quien dedicó la mayoría de sus canciones.
Acaso para compensarlo por su impericia artística y su
infortunio amoroso, el demonio de la locura concedió a Johnston una
clarividencia y una creatividad que muy pocos artistas poseen. Por lo demás, no
habría que llorar su muerte, pues él la soñó —una y otra vez— como un alivio
para sus dolores y como el escenario ideal para alcanzar el amor. Porque “True love will find you in the end / You’ll
find out just who was your friend / Don’t be sad, I know you will / but don’t
give up / True love will find you in the end.”
[1] The Devil and Daniel Johnston, Jeff Feuerzeig (director), Harry S. Rosenthal (productor), Estados Unidos 2005.