Gonzalo Lizardo
En su libro sobre Eugenio d’Ors, Antonino González recrea con una anécdota la equívoca amistad entre el escritor catalán y Pablo Picasso. En 1930, mientras reescribía su libro sobre el pintor malagueño, d’Ors enviaba los avances a Picasso para que éste los ilustrara. En uno de ellos, d’Ors elogiaba la índole humanística de la obra picasseana porque, en esos tiempos dominados por el paisaje naturalista, “no contiene ni una figura de árbol siquiera”. Así resumía d’Ors el “ángel clásico” del pintor, sin contar con que Picasso, apenas leyó ese pasaje, lo ilustró con “unas ramas entecas, asomando tras de una tapia”.[1]
El episodio retrata de cuerpo entero a sus dos
protagonistas. D’Ors exhibe su obsesión por ordenar y jerarquizar, definiendo
al pintor como parte del eón clásico —el de lo esencial, lo permanente, lo
atemporal—, mientras que Picasso se opone a ser clasificado, pues su única
esencia es la fugacidad, el juego, el perpetuo cambio. Así lo explica González:
Para d’Ors, el auténtico valor de Picasso
está en ser el primer pintor de la pascua
(…) Pero Picasso no quiere ser eso, porque no lo es. Y para que a d’Ors no le
quepa duda, introduce esas ramas. Picasso no quiere ser un clásico y se separa
de d’Ors precisamente porque éste le quiere convertir en eso y nada más que en
eso, un clásico. (…) Por tanto, a ojos de Picasso, d’Ors se había equivocado,
le había congelado, y era necesario desmentirlo en el acto”.[2]
Por culpa de esa diablura, la amistad del escritor se
trastocó en resentimiento: a los ojos de d’Ors, Picasso cometió un error por el
simple hecho de contradecirlo, renunciando a lo valioso —la devoción clásica—
para volcarse en la barroca devoción por lo fugaz.
Sin darse cuenta, quizá, d’Ors contradecía sus
premisas: si los eones eran constantes históricas, ¿por qué empeñarse en
suprimir lo barroco? ¿No sería más admirable, más justo, aspirar al equilibrio,
tal como lo hacía Picasso? Lo absurdo de d’Ors fue que todo lo quería congelar;
en realidad, ni Picasso ni Monet daban “a la fugacidad estatuto ontológico, no
hacen del tiempo sujeto, sino que a través de él muestran la permanencia de lo
cambiante, de lo que permanece en el cambio, que se aprecia precisamente
gracias a que cambia”.[3]
Después de todo, ¿no es ocioso empeñarse en conservar
aquello que por sí mismo jamás se pierde? A ojos de los mortales, lo más
valioso será siempre lo fugaz.
[1] González, Antonino, Eugenio
d’Ors. El arte y la vida, FCE, Madrid 2010, pp. 168.
[2] Ibid, p. 109.
[3] Ibid, p. 82.