Gonzalo Lizardo
Nadie podría
dudarlo: la invicta fama del Manuscrito Voynich (hoy llamado Beynecke MS 408)
está cimentada, sobre todo, en su enigmático texto, pues por seis siglos ha
resistido toda tentativa por descifrarlo, aun con los ordenadores más poderosos.
De hecho, se ignora si está escrito con un alfabeto artificial, diseñado para
cifrar un idioma ya existente —como el célebre código Enigma de los nazis, basado en el alemán—, o con un alfabeto
auténtico en un idioma olvidado: una lengua que cumple además con la ley de
Zipf: regla que siempre cumplen las lenguas naturales y jamás las artificiales
—como el esperanto.
El segundo enigma del Beynecke MS 408 es su
iconografía, que divide el volumen en cuatro partes —la herbolaria, la
balneológica, la astrológica y la farmacéutica— aunque aún se ignora si se
corresponden con el texto. Por más que la composición de sus folios sea típica
del siglo XV, no lo son sus imágenes, si bien algunos de sus detalles podrían
evocar a la tradición alquímica.[1]
Alguien ha conjeturado que se trata de símbolos religiosos, pero si fuera así
expresarían una fe que nadie conoce. Porque esos vegetales, esas ninfas
hidráulicas, esos ilógicos mapas y artefactos más bien parecen provenir de un
sueño o una alucinación, excepto porque ese delirio sería demasiado persistente
para ser irreal.
Tal espejismo, por cierto, tuvo que ser colectivo,
pues se han reconocido en el Beynecke MS 408 al menos dos caligrafías, sin
contar con que el pergamino de sus folios no pudo ser elaborado por un solo
individuo. Los análisis materiales sugieren que fue hecho entre 1404 y 1438
(según la prueba de carbono 14)[2] por
un grupo de personas que dominaban el oficio de la escritura, la ilustración y
el encuadernado de libros. Si bien los dibujos no son tan precisos y preciosos
como en otras obras contemporáneas, es por demás inquietante que en todo el
volumen no exista una sola tachadura, un solo titubeo.
Por lo anterior, resulta sospechoso que todas las
hipótesis den por sentado que el Beynecke MS 408 no es sino una laboriosa
impostura o un minucioso galimatías. Según el principio de “la navaja de
Okham”, lo más económico sería suponer que lo escribieron individuos de otro
mundo, que evocaron (con letras de otro mundo) las plantas, las mujeres, las
cosas de otro mundo —acaso porque lo habían perdido. Una hipótesis muy
razonable si aceptamos, con Paul Éluard, que “hay otros mundos, pero están en
este”.
[1] Rampling, Jeniffer M., “Alchemical
Traditions”, en The Voynich Manuscript, Yale
University Press, New Haven and London 2016, p. 45.
[2] Zyat, Paula, et al, “Physical
Findings”, en ibid, p. 28.