Gonzalo Lizardo
A once años de su debut (Viaje olvidado, 1937), Silvina Ocampo
publicó Autobiografía de Irene
(1948), un volumen de cinco cuentos largos, con estructuras complejas, lenguaje
muy bruñido, erudición y una buena dosis de crueldad. Excepto en “El impostor”
—una nouvelle oníricamente
masculina—, predominan aquí las mujeres, algunas de las cuales se parecen a su
autora, sobre todo la protagonista del relato que da título al libro: Irene,
esa joven clarividente “que hace algo más que conocer el futuro, lo vive”, como
la describe la escritora Mariana Enríquez antes de sentenciar que “el final del
cuento, circular, es de una perfección formal que Borges hubiera admirado”.[1]
Aparte de su valor como testimonio y como retrato de una joven excepcional, “Autobiografía de Irene” tiene el mérito de usar el don de su heroína como recurso narrativo y como vehículo de una siniestra profecía. Desde el inicio, cuando Irene afirma “Varias veces imaginé mi muerte en los espejos, con una rosa de papel en la mano […] Hoy estoy muriéndome con el mismo rostro que veía en los espejos de mi infancia”,[2] nos anticipa el mecanismo ulterior del texto: una serie de premoniciones involuntarias que fatalmente se cumplen y que “se presentaban acompañadas de ciertos signos inconfundibles, siempre los mismos: una brisa leve, una brumosa cortina, una música que no puedo cantar”.[3]
Por culpa de
esta magia sibilina, Irene anticipa no sólo la muerte de su padre, sino también
el amor de Gabriel y su abandono. Peor todavía: cierto día comprende que cada
atisbo del futuro le borra una parte de su memoria: “creo que mi pensamiento,
ocupado en adivinar el futuro, tan lleno de imágenes, no podía demorarse en el
pasado”.[4]
Entonces concluye que algún día olvidará todo, y que solo con la muerte
recobraría sus recuerdos: las formas de los rostros, las posturas de los
brazos, los diálogos y las despedidas. Justo en este momento Irene anticipa su
muerte y su autobiografía concluye, circular y perfecta.
O tal vez no
terminó ahí. Ahora, muchos años después, podemos leer este desenlace como un
vaticinio literal, pues de tanto prever el porvenir, a Silvina Ocampo la poseyó
la amnesia. De hecho, sus años finales los pasó así, hundida “en la confusión y
el olvido del alzhéimer, encerrada, cuidada por enfermeras”,[5]
esperando que llegara la muerte y los ángeles le reembolsaran su memoria
intacta.
Quisiera creer
que así expiró, tal como su personaje lo había previsto: frente al espejo, con
una rosa de papel en la mano.
[1] Enríquez, Mariana, La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo, Anagrama, Barcelona
2018, p. 67.
[2] Ocampo, Silvina, “Autobiografía de
Irene”, en Antología: Cuentos de la “nena
terrible”, Stockcero, Doral 2013, p. 9.
[3] Ibíd., p. 16.
[4] Ibíd., p. 17.
[5] Enríquez, Mariana, op. cit., p. 176.