Gonzalo Lizardo
Las biografías de autores como Philip K.
Dick resultan atractivas no sólo para gente como yo (enviciados por los libros)
sino para aquella que se interesa en los personajes reales, esos que tuvieron
una vida intensa y un carácter misterioso. Hasta hace poco desconocía la obra
de Silvina Ocampo, por ejemplo, pero me intrigaba su fantasmal presencia en la
literatura hispanoamericana. Y más aún cuando advertí que Mariana Enríquez, la
narradora argentina, había publicado La
hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo:
la biografía de una escritora muy talentosa (que pintaba muy bien pero cocinaba
muy mal) que vivió opacada por una doble sombra: la de su esposo Bioy Casares y
la de Victoria Ocampo, “la hermana mayor”.
El libro de
Enríquez tiene, como primera virtud, la de involucrarnos en una época clave
para la historia argentina: el siglo transcurrido entre 1903 y 1993,
caracterizado por los altibajos del peronismo y los golpes militares. A la
espera de una versión que integre a todos los actores de ese drama colectivo,
Enríquez lo describe desde el interior de la llamada “oligarquía” o “gran
burguesía”: la clase que acaparaba los medios de producción tanto económicos
como culturales, y que se expresaba en Sur,
la revista fundada por Victoria Ocampo, donde Bioy Casares y Jorge Luis Borges se
consagraron.
Enríquez no
oculta su ofuscación ante ese ostentoso universo social —entre haciendas,
trasatlánticos, jardines y mansiones— ni su simpatía por el universo mental de
su heroína: entre tanta Silvina que hay en Silvina, la auténtica no puede ser
sino el conjunto. La niña que espiaba por los visillos a su criado negro, la
que adoraba la fealdad de los pordioseros, la que estudió pintura en Europa; la
que fue amante de su suegra; la que compartía mujeres con su promiscuo marido;
la que escribía cuentos de niños pánicos y poemas fanerógamos; la musa de
Pizarnik y la rival de Elena Garro; todas esas almas, sin contar las más
hondas, se aliaron para escribir una obra literaria que perturba todavía por su
siniestra, elegante belleza.
Pero Silvina
contaba además, con un don más intrigante: una clarividencia que la obligaba a
atisbar el futuro inmediato durante breves tránsitos temporales. “Ve cosas que
ni el diablo ve”, decían sus amistades cuando ella anunciaba que caería un
tornado o que alguien se ahogaría en la playa. Como Philip K. Dick o ciertos
personajes de Cortázar, Silvina era una crononauta capaz de asomarse al balcón
del porvenir.
“Ciertamente,
tenía un aura de profetisa”, [1]
reconoce Enríquez y yo me atrevo a suponer que esa aureola amalgamaba sus
dispersas personalidades, como lo probaré al glosar su “Autobiografía de
Irene”: el cuento donde Silvina Ocampo quiso explicar esa magia temporal
(laberínticamente).
[1] Enríquez, Mariana, La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo, Anagrama, Barcelona
2018, p. 71.