Irene Ruvalcaba
El
agua gorgotea la
premonición ondulante del olvido. Destino presentido de un canto que
envuelve al amor. Sí, el amor: espacio terso donde pasa el agua. Un
insecto perdido que se prende y apaga, se prende y apaga cerca del
río. Cerca de nuestros corazones lacios como piedras desgastadas por
la corriente.
La
poesía de Coral Bracho recuerda al fulgor matinal de la superficie
del río y a su opacidad vespertina. Sonido de lluvia copiosa tocando
la tierra con ecos del ruido vegetal en su minimalismo. Asimetría y
disonancia natural. Quizás lo sólido le debe su fuerza al agua. Ahí
donde el poema abre corrientes profundas: Una
piedra en el agua de la cordura1.
Este
poema no quiere fluir y no precisa mantras. Discontinuo tránsito de
pleamar. Desde el caracol del oído, mana y comienza: “Una piedra
en el agua de la cordura / abisma las coordenadas que nos sostienen /
entre perfectos círculos”. Las palabras no flotan, caen hasta el
fondo, pesan y marcan, golpean y sujetan. En breve surge una
corriente subterránea con rastros de encuentro pedregoso. Frote
inseparable de la corriente. Nadie se baña en el mismo río, estamos
siempre dentro de él: “Al fondo”.
Sólo
al fondo sostenemos nuestro decir, el agua irremediablemente brota.
Coral Bracho nos invita a tocar la superficie para encontrar lo
profundo, como una mariposa en su cadencia descendente que con
sortilegio nos borra partes de la memoria. “Pende en la sombra el
hilo de la cordura / entre este punto / y aquél / entre este punto /
y aquél” Las uniones imposibles, las presentidas formas y el
zigzagueante movimiento de la fortuna trágica.
A fin de ser recuerdo, Coral Bracho peina su cabello confundida con el río que se desliza hacia un manantial donde el zumbido del agua le hace escuchar su propio canto. Canta, soprano tesitura, la diabólica melodía del agua entre las piedras, de las piedras que chocan con ella. Luego, el intermedio final del canto: “y si uno / se columpia / sobre sus rombos, / verá el espacio multiplicarse / bajo los breves arcos de la cordura, verá sus
gestos / recortados e iguales / si luego baja / y se sienta / y se ve
meciéndose.”
Ojalá
el olvido fuera total y no sólo transitorio. Que la
locura abriera una fuente inagotable en los muros de la imaginación
y todo manara sin sentido, absorbiéndose en las cicatrices de la
vida. Y que el amor, ese luminoso tajo, perdure en restituibles
heridas. Entonces, desde el fondo del lago más profundo,
contemplaremos los cuatro puntos del cielo.
1
Huellas de Luz, Coral Bracho, 2012, Ediciones Era.
*Ilustración
de Ilse Ovalle.