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Columna

}}}pssst, pssst, Madigan…(19)

Alejandro García

…hay autores carnales, de camarada, de cuates, presencias que llegan a la vida de quien quiere escribir y encarnan e influyen váyase a saber cómo: dictan misteriosamente en las líneas de uno. Es el caso de John Irving, un autor que leí por primera vez a media década de los 80. Creo que comencé por Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra, aquella memorable novela sobre los campos de manzana del Noreste de Estados Unidos y sobre el doctor Wilbur Larch, director de un asilo, amigo del éter, y eminente abortista que prefiere practicar un acto quirúrgico que tener al producto a la vuelta de los meses como miembro de su institución. Y está también Homer Wells, uno de esos personajes que dan vida y pleno significado al título. Fui después a El mundo según Garp, El hotel de New Hampshire, Doble pareja, Oración por Owen, Libertad para los osos. A partir de Una mujer difícil me vino una resistencia extraña a leer a Irving; extraña, porque compraba lo que iba apareciendo pero no había claridad mental para seguirlo, como si la popularidad que llegara a él en España a partir de 1999 (según opinión de Rodrigo Fresán) me impidiera la misma confianza para dejarme seducir. La semana pasada, no sé si te haya pasado, digno Madigan, tuve unas de esas crisis asesinas en que empiezas a acumular casi una decena de lecturas sin poderlas concluir, de modo que me dije esto va mal, voy a recurrir al amigo John Irving, con su Avenida de los misterios que deje apenas leída en sus primeras páginas cuando apareció en nuestro país en 2016. Creo que Gerardo del Río hizo algún comentario en la red, sobre la novela, pero no alcanzó a sacarme de mi retiro. Ahora dije, allí está el carnal. Y así fue, las 637 páginas no fueron ahora obstáculo, fueron viento a favor en la vida terrible de unos niños pepenadores en el basurero de Oaxaca y toda un discurso en torno a la Virgen de Guadalupe y su lugar entre las vírgenes de primera y de segunda. Irving no renuncia a los efectos fuertes, que aislados pueden provocar el silicio sobre la espalda y salva sea la parte de los fanáticos religiosos: un hombre que viste de mujer y se fotografía mientras mama la verga de un poni, un niño llamado Juan Diego al que le pasa la camioneta, manejada por su protector, sobre el pie, y lo deja cojo, una virgen María que provoca la muerte de la madre prostituta de esos niños y que no se sabe por qué razón arroja (pierde) su nariz, que sale disparada al suelo de los humanos, un aspirante a jesuita que se enamora del travesti y se lo lleva de regreso a Iowa junto con el niño, y una niña que no puede hablar normalmente porque tiene un doble velo en el paladar, pero que es capaz de ver el pasado y predecir el futuro, de modo que prefiere ponerse al alcance de las fauces de un león de circo. Otra vez ese Irving contracultural, de los márgenes, en la persona de un escritor del siglo XXI que, pese a su cojera física y espiritual, va a Las Filipinas a cumplir una promesa. Y hay un par de chicas, madre e hija, que lo guiarán por el país asiático, le dirán a dónde ir, dónde hospedarse, qué hacer, y por las noches consumirán con devoción la cuota de Viagra que Juan Diego carga. La hija: escandalosa en el éxtasis; la madre, virtuosa…

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