Alejandro García
…aletea el vértigo estival, Madigan. Se trata de ese calor de temporada que calienta el cuerpo y una zona superficial del alma, donde se unen lo agarrable y lo inasible, la carne teme hacerse flama, lo inmaterial corre el peligro de manifestarse en ceniza. Sigo con James Salter. Dice que D. H. Lawrence y William Faulkner tenían el demon; Giuseppe Tomasi di Lampedusa, John Updike, el mismo Salter, no. A éste lo salvó encontrarse a un agente que sacara su obra a la luz. En el mundo del subdesarrollo esto es excepción. Y entonces sí el estadounidense se dedica a desarrollar “Escribir novelas”, se pergeña una historia con acontecimientos. El secreto está en cómo se cuenta. Las mil y una noches mantiene su atención en el silencio. La chica logra captar la atención del receptor, pero es al callar que mantiene el interés y es así que puede salvar su vida. Salter habla de una novela donde sus experiencias vitales sirvieron de base para una narración larga, pero lo importante no era la anécdota en sí, una historia de amor, sino la forma como recordaba el conflicto y lo iba organizando en un relato que creaba una nueva realidad. Al parecer, John Irving tiene desde el principio la frase con la que concluirá su novela que apenas comienza. Hay historias memorables desde el principio: Pedro Páramo, Crónica de la Intervención, Por el camino de Swann¸ pero lo memorable no pertenece tanto a la historia, sino al tamaño y a la cadencia larga del enunciado que en el caso de Proust se alarga y en los casos de los latinoamericanos podemos acompañar con nuestra respiración. Adiós a las armas es una novela que atrapa pronto. A veces la fortuna de la empatía con el texto se da pronto, otras veces no se consigue o es producto de un combate largo a lo largo de sus páginas. Céline era implacable: “Las ideas no son nada. Si quieres ideas, las enciclopedias están llenas de ellas”. No es lo loable ni lo bien intencionado lo que consigue la aceptación de una novela, es su forja interna. Sin embargo, Céline sufrió la sanción moral por parte de los sectores de la cultura que castigaron así su simpatía por los nazis. Lo sacaron de la historia literaria y del mercado editorial. Ahora está de regreso. Se puede pensar en escribir en una obra maestra. Lo que no se puede es sacrificar la hechura de la obra, como si ya estuviera logrado el objetivo. Es probable que Thomas Mann pudiera darse el lujo de pensar lo grandioso mientras escribía, lo cual no indica que se confiara del todo a su mano santa, el caso es que son los lectores los que hacen obras literarias e incluso las llevan de campos ajenos a la riña de la calidad literaria. ¿Qué tan importantes son los lugares, las personas y la fidelidad a los hechos para la calidad de una obra? Sin duda no hay una respuesta única. Cuando una novela pasa la prueba de la lectura pueden darse efusiones como hacer el recorrido de Alejandra por Buenos Aires, caminar los espacios parecidos a Yoknapatawpha o el recorrido de Valjean por calles y cañerías de París, pero ¿cuántas obras habrán zozobrado en sus referencias precisas? Salter narra una historia real de un compañero de ejército en Corea. Algún verificador va en busca del modelo, esperando alguna sorpresa que agregue a la aventura del texto: “Quisiera saber si es usted el James Low que voló en Corea. Sí. ¿Conoce a James Salter? ¿Sigue vivo, dijo Low”…