Alejandro García
…hay una foto de Gabriel García Márquez y un grupo de escritores y/o universitarios potosinos y zacatecanos en la cafetería del Hotel Panorama. Recuerdo a José Huerta, Luis Medina, Víctor Hugo Rodríguez Bécquer, Armando Adame, Enrique Márquez, Félix Dauajare, David Ojeda y una espalda que en algún pie de fotografía dice que me pertenece, y que (tristemente) debo reconocer que no es así. Es muy probable fuera de El Torque, Eduardo Román. El grupo se ve animado, entre la simpatía al colombiano y la oportunidad de enterarse de alguna cosa relevante que incluso puede no estar en lo dicho, sino en lo no dicho, en lo representado… A Joselo G. Ramos, joven escritor del cual se hablará bien y fuerte muy pronto, se le negó la gloria de la fotografía y de la complicidad de la conversación. Encontrose con Mario Vargas Llosa y le pidió un autógrafo. Se lo dio. Cuando sacó el celular para tomar testimonio gráfico del encuentro se oyó “Fotos no”. Y se acabó el asunto… Yo andaba una tarde noche por el palacio de Minería buscando el stand de la editorial Gredos, cuando en una de las esquinas, me encontré con Octavio Paz que sentado ante una mesa, firmaba ejemplares. Vestía en un azul marino perfecto su traje y en tono azul celeste la camisa. Fue años antes de que lo llamaran de la península Escandinava. Yo retrocedí entre asustado y terco en mi cacería… Susan Sontag narra en su cuento “Peregrinación”, cómo allá por 1947, a la edad de catorce años, había leído (y le había encantado) La montaña mágica de Thomas Mann. Tenía un par de amigos, ambos melómanos, y con uno de ellos compartía el afecto a la literatura. También a él le gustaba la prosa del alemán. Y en uno de esos encuentros cotidianos, donde la complicidad impera, el joven dijo y por qué no lo visitamos. A quién, dijo Susan Sontag. A Mann. Vive aquí cerca. Y sin más, sin escuchar los reparos de la futura escritora que tal vez tenía otros planes para su mañana, que no contemplaban el conocimiento del escritor de carne y hueso, tomó el teléfono y logró una invitación a la casa de Mann, el siguiente domingo a las 5 de la tarde. Tomarían el té juntos. Y así sucedió, cosa de una media hora en que estuvieron en el despacho de ese gigante no sólo de la novela alemana, sino de la lengua alemana y de la narración universal del siglo XX. No hay mucho que decir frente a un escritor con una historia decidida y escrita, conocido a través de esa novela que narra la enfermedad del hombre en un sitio de cura, mientras los enfermos conviven y Settembrini lanza largas disquisiciones sobre el pasado, el presente y el futuro del mundo. Para Sontag la palabra es vergüenza, algo que la habitó siempre a propósito de ese encuentro con un hombre que poco después regresaría a Europa, su territorio natural…