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Columna

}}}pssst, pssst, Madigan…(38)

Alejandro García

…El aborto: ligereza. ¿Será? En la narrativa de Richard Brautigan concurren las líneas ligera, popular y joven de la literatura estadounidense. Digo ligera, no simple. Es evidente el contraste de tono entre y uso de técnicas narrativas entre William Faulkner y William Styron, por un lado, y J. D. Salinger, por el otro. Brautigan se alinea o se delinea por el sendero de El guardián entre el centeno. A veces parecieran encontrarse puntos de coincidencia con Scott Fitzgerald, el de Suave es la noche, pero los escenarios de Dos Passos, Caldwell, Steinbeck y Hemingway le son distantes. La pesca de truchas en Norteamérica es una novela fragmentaria, en donde las partes se unen más por la voluntad del lector que por la propuesta o la organización estructural del autor. La pesca de truchas en Norteamérica es, en principio, la portada del libro que estamos leyendo. Allí hay un monumento a Franklin, un pedestal, árboles y personas. En adelante, podrá ser cualquier cosa: una dirección o un lugar, por ejemplo. De modo que el ánimo identificador de quien va tras la historia patina una y otra vez cuando apenas comienza a sentir pie firme. El texto se afilia al juego, a la pérdida de la certeza. Se acerca así a obras como Rayuela, Si una noche de invierno o a las novelas de Perec o experimentos del grupo Oulipo. También tiende guiño al desgaste de los protagonistas de las novelas. De Ana Karenina o Madame Bovary, se transita a los K. de Kafka o el Cómo es, el vigor del anunciado de Béckett. Aquí se trata de una frase, los personajes ni siquiera reclaman presencia, aunque estén allí. Al barrerlos del escenario, obliga a otro tipo de decodificación. Los personajes de Brautigan vuelan, desparecen. Son inasibles o del más alto grado de despreocupación y naturalidad. Por el lado de la ligereza, además de la movilidad de Caufield, podemos ver lo anticlimático de los relatos. En El aborto el narrador atiende una biblioteca atípica. Funciona las 24 horas del día y allí van los autores a entregar sus libros, lo registran y lo ponen en la sección que les dé la gana. Entre los que han entregado su ejemplar está Richard Brautigan con El alce. “ALCE, por Richard Brautigan. El autor era alto, rubio, tenía un largo bigote amarillo que le daba una apariencia anacrónica. Tal parecía que se hubiera sentido más a gusto viviendo en otra época. Era el tercero o cuarto libro que traía a la biblioteca. Siempre que venía con un nuevo libro se veía más viejo, un poco más cansado. Se veía bastante joven cuando trajo su primer libreo. No pudo recordar el título, pero me parece que tenía algo que ver con Norteamérica”. A altas horas de la noche una anciana lleva su obra que se encarga de disertar sobre cómo es posible hacer crecer flores con luz de velas. Hay también un chico que lleva su libro sobre masturbación. Y se turba cuando el bibliotecario no está y si en cambio Vida, una chica hermosísima que va a captar todas la miradas y deseos de los hombres que la vean. Ella hará un entrega de libro sobre el odio a su cuerpo, ese monumento que encontrará el guardián adecuado en el bibliotecario. Aquí el relato se asocia en la mente de este lector a La espuma de los días (1947) de Boris Vian. El amor que va concentrando a los personajes del narrador francés, que los va haciendo únicos y empáticos, se da de manera sencilla en la novela de Brautigan. Si en la novelística existencialista Vian da la cara risueña y amable, que parecía imposible en aquellos tiempos de sufrimiento, Brautigan ahonda la distancia del lamento estadounidense, sobre todo si pensamos en la épica faulkneriana. Quizás la diferencia fundamental es que el colorido de Vian pinta escenarios provocativos y lacerantes a la obligación de sufrir, más que al sufrimiento mismo. En cambio Brautigan no pinta para que sea vea bella la obra, simplemente instala a un ser excepcional y lo arropa y le permite brillar en medio de su vida modesta. En el proscenio de la literatura estadounidense de los años 60, hay autores de esfuerzo liberador, que van por otras variedades de ligereza. Pienso en los relatos de Truman Capote, en agudo contraste con A sangre fría. O pienso en la demolición de la psiquiatría y sus instituciones en Alguien voló sobre el nido de Cuco (a veces mal conocida por la película Atrapados sin salida). Tanto A sangre fría como ejemplos del periodismo de aquellos años, dan a conocer caras ocultas de la realidad de Estados Unidos. En el caso de la novela de Kesey los momentos en que se desafía al poder y que lindan en la carcajada, como la expedición en barco a pescar y su regreso grandioso con algunas envidiables presas quedan con el mal sabor de boca del desenlace, en donde la rebeldía es sometida y castigada y si acaso se logra la reivindicación del Jefe Indio. En El aborto el tema no es polémico, escabroso. La actualidad nos enseña que son de esos icebergs que esconden su masa crítica. El bibliotecario ha embarazado a Vida y ambos deciden que ella debe abortar. Tendrán que viajar a Tijuana a realizar la operación. Todo sale bien. No hay drama. Y cuando regresan a la biblioteca a San Francisco, una mujer ha expulsado al sustituto y no permite que el viajero retome su lugar. Vivirá la pareja en Berkeley, ella de bailarina nudista, aprovechará su escultural cuerpo para hacer llenar la alcancía que le permita estudiar más adelante. En El aborto no hay tragedia, hay una mirada que presenta  los actos de la vida como naturales y sin picos críticos. No hay la mirada invasora del poder, pero tampoco la mirada que adelanta los peligros o los magnifica. Es difícil evaluar una literatura con estas características, donde la ligereza ni siquiera se contrasta con la pesadez…

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