Alejandro García
…Leo
con agilidad El vendedor de silencio de
Enrique Serna. Es una novela notable. Ayuda a los lectores a deslizarse en esa
travesía por el México posrevolucionario, del Cardenismo al Diazordacismo, mas
no dejan de ser casi medio millar de páginas. Habrá que esperar que se le
despeguen los lectores coyunturales o los amantes de los libros de política
mexicana para saber de su real valor y su vigencia. Pienso que hay otro libro
publicado en el año que estará cerca de este producto. Su materia no es la
ficción, por lo menos en su dominancia. En este caso es el resultado de una
investigación y de una pluma de historiador ducho y de larga vida: Felipe Ángeles. El estratega de Adolfo
Gilly. Implica una inversión más grande, aunque hay momento de fluidez que
algunos narradores envidian.Estoy en
espera de El traidor de Anabel
Hernández, libro del que se dicen cosas buenas. No sé si podremos hablar de un
trío o sólo de un dúo metido a un universo de palabras y sujeto en sus
componentes a operaciones de valor de índole diversa: ¿veracidad o
verosimilitud? Por lo pronto, hago un alto en el camino y abro las orejas y los
ojos ante algunas menciones de Serna a Zacatecas, estado en que vivo. La más
importante es la visita del periodista Carlos Denegri, protagonista, a palacio
de Gobierno para entrevistarse con Leobardo Reynoso. El origen radica en un
favor que le pide el colega Jorge Piñó Sandoval para lograr la intervención de
la máxima autoridad estatal en un caso donde una tía es molestada por un grupo
de dueños y autoridades en el litigio de unas tierras, con la clara señal de
que las perderá la mujer. El método de Denegri es sencillo. Lleva dos notas
periodísticas al gran cacique, el par de Gonzalo N. Santos en el Gran Tunal. En
uno hace una descripción detallada de la corrupción y de los errores y excesos
de su gobierno. En el otro desarrolla una loa a su labor. La primera es gratis.
La segunda cuesta cincuenta mil pesos. La palabra de Denegri hunde famas y levanta
de los anonimatos a la gloria. Su fichero es el cielo, el purgatorio, el
infierno y el limbo de políticos y hombres del poder. Leobardo Reynoso, también
dueño de voluntades y vidas, cede. El periodista toma sus providencias en el
regreso, sabe que el hombre es bronco y un gesto final le dicta que se ha
quedado tocado, herido en su amor propio. Denegri creció a la sombra o al
reflejo de Maximino Ávila Camacho, de Jorge Pasquel, de Miguel Alemán.
Aprovechó la neutralidad aparente de Ruiz Cortínez y vivió sus últimas glorias
con Díaz Ordaz. Un tiro de su mujer acabó con su vida. Ya habían llegado los
nuevos maestros del embute y del impacto del periodismo en la opinión pública. La
gran excepción: Julio Scherer, El Mirlo Blanco. Un soldado del poder, Jacobo
Zabludovsky, entregaría la estafeta años después a López Dóriga, pero esa es
otra historia. Ahora se habla de la seguridad y uno piensa que los
corresponsables de la violencia están dentro del aparato gubernamental. El caso
de García Luna empieza a ser parte de los pelos de esa burra. Sin duda don
Leobardo tragó aceite ante el cinismo de Denegri, pero sabía las reglas del
sistema y estaba claro de que lo que le entregaba a ese cínico, era parte de un
muñeco nada cómico, un demonio que había logrado que “la Revolución se bajara
del caballo y se subiera a un Cadillac”, como pregonara Carlos Denegri…