Alejandro García
…este lunes pasado, 23 de marzo de 2020 para más señas, mientras el semiencierro nos trae el eco de un balazo en la cabeza de un hombre en Lomas Taurinas y el aleteo fúnebre de la enfermedad que vino de oriente y la puja de luchas políticas que adelantan la carroña, la Universidad de Guanajuato, mi alma mater, oh, Madigan, anuncia la concesión del Premio Jorge Ibargüengoitia a la escritora pinense Amparo Dávila. Antes de ella recibieron este galardón Juan Villoro y Guillermo Sheridan. Darle el reconocimiento a Davila viste a este premio, en el cual, sin duda, han ido subiendo la canasta. La escritora pertenece a ese grupo que pasó diversas etapas de su vida en ciudades diferentes. El caso más conocido, y más definido, es el de López Velarde con sus estancias en Zacatecas, Aguascalientes, San Luis Potosí, Ciudad de México. Esto sucede también con una escritora como Dolores Castro, originaria de Aguascalientes, con tiempos de residencia en Zacatecas y Ciudad de México. Roberto Cabral del Hoyo se fue a la capital, pero nunca perdió contacto y presencia en la ciudad de su nacimiento. Mauricio Magdaleno muestra menos vínculos con el terruño, pero la calidad de su obra narrativa resplandece a altos niveles. El caso más olvidado, a estas alturas, es el de Tomás Mojarro, escritor imprescindible en las décadas de los 60 y los 70 en cuanto a su producción, pero cuya obra mantiene lectores y emana significados novedosos a las nuevas generaciones. Amparo Dávila publicó en 2005 el cuadernillo “Apuntes para un ensayo autobiográfico”, bajo el sello de la Presidencia Municipal de Pinos. En apenas catorce páginas nos da un testimonio de su pueblo y de ella. Dos ideas se esparcen en este texto esclarecedor: el frío y la muerte. ¿El escenario labró la mente de la escritora o fue la niña la que captó lo trascendental de esas calles donde corría el frío y se metía a las casas y enfriaba los cuerpos, subía a la cara y a los ojos que contemplaban desde la ventana el paso de los muertos? No sólo los difuntos de Pinos, sino los que venían de las rancherías y poblados a la cabecera municipal, debido a que en sus lugares de origen no tenían cementerio. La niña Amparo, sola, enferma, deambulaba por la casa, se hacía preguntas, recibía la información de sus sentidos, enfrentaba sus sentidos a lo inexplicable, tenía acceso a libros. También salía al Jardín Juárez, rodeaba el estanque, veía a la gente, las escuchaba en silencio. La sensibilidad crecía, la imaginación se alimentaba. Se construía una distancia entre su forma de ver y nombrar y la de la gente que la rodeaba o interactuaba con ella. También había lo rotundo de una realidad complicada para esa mente en despliegue: las prostitutas en espera de varones, el ritual de la contratación, las riñas, las mujeres que esperaban a los clientes y eran incorporadas a la visión de una criatura que pronto emigraría a la ciudad de San Luis Potosí. De modo que cuando uno lee “Alta cocina”, puede entender el azoro del narrador ante esos extraños seres que son puestos a cocción aún con vida. Esa voz enunciadora nos comparte que de las ollas salen gritos, que son parecidos a llanto de niños, a aullido de perros o maullido de gatos, el caso es que entran por los oídos y quitan el apetito, y más importante, la tranquilidad. Después se convierten en el platillo favorito, en el manjar que se ofrece a las visitas. ¿Cómo se puede sacrificar a esos seres, cómo se pueden degustar sus despojos? Cuando lo mandan a comprarlos, él prefiere no ir al lugar y regresar a casa aduciendo que no había a la venta. ¿Qué son esos animalitos que tienen ojos y que esperan la muerte mientras son preparados con líquidos y especias para colmar el gusto de los buenos ciudadanos? Eso no es relevante, lo que trasciende es el horror en que vive el personaje, la realidad que percibe y que los otros no, o que, el colmo, para el resto se trata de un acto normal, sin crueldad, sin relevancia ni marca dentro de su mundo de civilización. Entre los reconocimientos no formales que pueden ser más constructivos para un autor, considero que la publicación de la obra es esencial. El otro es que haya un cuidado o un tratamiento artístico sobre lo que ya es literario. Es de desear que “Apuntes para un ensayo autobiográfico” y “Salmos bajo la lluvia” se reediten en mejores condiciones. El tenerlos es bueno, pero es deseable un trabajo más profesional. En cambio es admirable “El huésped y otros relatos siniestros”, publicado en 2018 por el Fondo de Cultura Económica y la Secretaría de Cultura, en pasta dura y con ilustraciones de Santiago Caruso. Allí podemos dejarnos atrapar por estos cuentos siempre impactantes, siempre sugerentes, siempre en el filo del desasosiego. Allí puede uno asistir al proceso de disolución de la Señorita Julia y cómo las fuerzas racionales y las irracionales, lo claro y lo oscuro, lo evidente y lo oculto, la van arrinconando. Al final no se sabe si hay éxito o fracaso en ese laberinto, el hecho de que Julia crea que ha atrapado a las ratas, origen de su tormento, mientras sus hermanas ven que estrecha “su hermosa estola de martas cebellinas”, nos deja ante la duda de si aquello es principio o final.
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