Alejandro García
…Muy temprano llegó a mí “Madame Bovary”. Fue el 1 de junio de 1975, en la edición de la Universidad Nacional Autónoma de México, colección Nuestros Clásicos (número 17) con introducción de Arturo Souto Alabarce y publicada en 1972. La serie estaba entonces dirigida por Rubén Bonifaz Nuño y Augusto Monterroso, a primer bote, impensable dupla. Me costó la grandiosa cantidad de diez pesos. En ese inicial encuentro no llegué a toparme con Emma, pero sí hubo una imagen que se quedó para siempre conmigo: la llegada de Charles Bovary al salón de clases. Ahora pienso que mis primeros meses en el taller literario de San Luis Potosí, coordinado por Miguel Donoso Pareja, algo tuvieron de la intromisión de Charles o la estancia bizarra de Y. y Z al final del salón. A los 16 años es muy difícil captar y valorar la monotonía de un pequeño poblado y es también casi imposible, por lo menos lo era para mí, tener un interés por el adulterio. Eso sí, aquel salón de clases evocó en mí años recientes, contactos con mi experiencia en la educación primaria que aún entraba con sangre. Recuerdo que en cuarto año, asistíamos a un salón enorme, de techo muy alto y que cubría sus dos muros laterales con libreros repletos de grandes libros encuadernados en piel, los cuales, se nos advertía desde el primer día, no debían ser parte de nuestra curriosidad. Eran algún patrimonio de la diócesis leonesa. Le daban al rectángulo un peso extra. En uno de los rincones del fondo, quedaba justo un espacio para dos botes de basura, de esos redondos de 19 litros. Los cubría una tabla. No sólo era el basurero del salón de clases, también era el basurero de alumnos. Esto es, siempre había dos que por su mal comportamiento en conducta y aprovechamiento, se sentaban allí. De más está decir que Y. y Z. tuvieron el estigma de pasar casi todo el año ejerciendo el poder de la marginalidad y la ignorancia desde allí. El profesor algo intuía de no tener quieto ese espacio de humillación y algunas mañanas ordenaba del uno al 50 y hacía preguntas al que estaba sentado en el primer lugar, adelante, frente a él. Si no tenía la respuesta correcta caía al basurero y el segundo pasaba a primero y así sucesiva rápidamente hasta que A. abandonaba su bote y B. compartía ese infierno con el caído en desgracia. Era una técnica atractiva, algo traumática, pero al final del día los dos oficiantes de la no productividad académica estaban muy orondos en su lugar. Charles Bovary llega al salón y provoca movimiento con su rigidez y su torpeza. Todo el grupo sabe lo que se tiene que hacer con su gorra: jugar y lanzarla al lugar indicado. Charles no sabe qué hacer con ella, una gorra que es una variada mezcla de estilos (“una de esas cosas lamentables cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un estúpido”), que reposa en sus manos, cae al suelo, vuelve a su poder y provoca la carcajada del grupo. Después su poca claridad al enunciar su nombre (“charbovary”) provoca una nueva oleada de risas y chanzas que obligan a la autoridad a castigar a grupo y a recién integrado. La primera vez que leí esas pocas páginas, yo veía a Y. y a Z. entrar al salón con arrogancia. Claro que estos eran unos verdaderos caciques y fuera del salón aprovechaban su estatura y su poder para castigar cualquier acto que no les gustara. En la novela, Flaubert se olvida de seguir los infortunios de Bovary y más bien nos informa de sus nexos familiares. Allí me perdí en esa primera experiencia de lectura. Después vendrían muchos comentarios sobre autor y obra, de tal manera que pudo ser que pesaran más que mis legítimas intenciones de leer sin presiones. Incluso eso se puede decir de la obra de Mario Vargas Llosa, bien el prólogo a la edición de Alianza, bien “La orgía perpetua”. El peruano era convincente, seguía a la novela y al padre con una fidelidad asombrosa. Tarde o temprano esa fruta tuvo qué caer. Y su relectura se convirtió en peregrinaje cíclico. La primera edición que puedo decir que disfruté por su formato, fue la de Mondadori, en su colección Letra grande XL. Después me han gustado la de Alianza 2013 y, más recientemente, la de Siruela, que agrega algún material nuevo (“Tres fragmentos suprimidos de Madame Bovary”). Con el tiempo, creo que aprendí a paladear ese “ennui” de la heroína, esa zafia calma de la provincia que es seguida en sus costumbres, la posibilidad de Emma de vivir otros mundos antes de ser alcanzada por los gendarmes del orden. Y claro, pude matizar la relación extramatrimonial que inunda la novela decimonónica, esas soledades indomables que no llegan a dejarse seducir, así como sus causas y consecuencias. También aprendí a identificar esa intempestiva llegada de Charles Bovary, esa torpeza que presagiaba tormenta en el grupo por parte de la autoridad. Desde días recientes, oh, Madigan, he presentido que se va abrir la puerta de mi estudio o de mi lectura y no sé si aparecerá el basto mocetón acompañado del director o Y. y Z. sonriendo porque han sido desplazados de su oficina permanente y me invitan a ir al bote de la basura para iniciar el camino de regreso hacia ninguna parte…
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