Francisco Velázquez
Línea 2
Estoy en el metro Bellas Artes en dirección a Cuatro Caminos, pero mi
destino es Azcapotzalco. Son las 11:39 de la noche del miércoles 7 de julio.
Tengo que pasar siete estaciones para bajarme en Tacuba. Luego trasbor-
dar en dirección a El Rosario y después en dirección a Martín Carrera: no
sé si lo logre antes de que cierren el metro. Aunque no distingo la cara de
las personas porque traen cubrebocas, pienso que, al igual que el mío, su
rostro refleja preocupación e incertidumbre porque casi es medianoche.
Siempre me paro en las bardas perimetrales del andén por miedo a que
alguien me empuje a las vías. Ahora estoy justo detrás de la línea amarilla,
donde está el círculo naranja que marca la distancia que debe haber en-
tre los pasajeros, porque estoy ansioso de que llegue el metro. Entro en el
vagón sin esperarme a que las personas bajen primero. Tampoco levanto
la mirada para buscar un asiento disponible: me quedo parado frente a la
puerta, como si pensara que con eso el metro va a avanzar más rápido.
Línea 7
Siempre pongo atención en los nombres de las estaciones que paso, pero
ahora lo único que me preocupa es ser el primero en bajarme. Llego a
Tacuba. Pienso que los segundos que la puerta se tarda en abrir son sufi-
cientes para que no alcance a trasbordar y me quede varado aquí. Corro
desesperado. Enseguida choco con una mujer que intenta subirse. Aunque
escucho que se le cayeron unos papeles que llevaba en un folder, no me
detengo a ayudarle porque perderé tiempo. Subo las escaleras. Avanzo
dos escalones en cada paso que doy. Levanto la vista para fijarme por dón-
de debo irme. Corro. Hay otras escaleras. Bajo. Es la primera vez que tras-
bordo en esta estación. Nunca pensé que el tramo que conduce al andén
en dirección a El Rosario fuera tan largo. El pasillo luce vacío y oscuro. ¿Es-
taré perdido? Le pregunto a un joven que también va corriendo si voy en la
dirección correcta. Sin detenerse y sin voltearme a ver, él mueve la cabeza hacia arriba y abajo en señal de que sí. Corro más rápido, lo dejo atrás.
Bajo otras escaleras. Antes de llegar al andén escucho que el metro se
detiene. Debo pasar tres estaciones antes de llegar a El Rosario; el tra-
mo entre Camarones y Aquiles Serdán es el más largo. No quiero saber
qué hora es.
Línea 6
Antes de que el metro se detenga en El Rosario me fijo por las ventani-
llas para saber cuál de las escaleras me queda más cerca. Si me quedo
varado aquí tendré que caminar en las inmediaciones de la estación,
donde está el paradero de las rutas de transporte que llevan al Estado
de México, para pedir un Uber o un taxi. Salgo corriendo del vagón.
Subo las escaleras. Sé que después de los baños debo bajarme por una
de las cuatro escaleras que dan acceso al andén en dirección a Martín
Carrera. Hay dos a la izquierda y dos a la derecha. Las personas que vie-
nen corriendo junto a mí se bajan por las primeras escaleras que están a
la izquierda. Yo me bajo por las que están después. Escucho un silbato.
Distingo a un policía y al vagón que está detrás de él. Cuando el policía
me observa se retira el silbato de la boca. Aunque soy el único que pasa
a un costado de él, habla en tercera persona, dice que nos apresuremos
porque es el último viaje que saldrá. No sé si creerle. Después de que
me subo escucho un ruido parecido al de una alarma, luego se cierran
las puertas. Hasta que estoy adentro me doy cuenta de que voy en el
último vagón: soy la única persona en él. Nunca me había tocado viajar
así. Me siento en el lugar que está a un lado de la primera puerta, ese
que siempre va ocupado. Me quito la careta, la guardo en mi mochila.
Entonces me invade una repentina sensación de paranoia: ¿qué tal si
alguien en la siguiente estación descubre que voy solo y quiere asaltar-
me? Me paro frente a la puerta. Antes de llegar a Tezozómoc echo un
vistazo para saber si hay personas en el andén. Solo observo a un policía que me devuelve la mirada. Como nadie se sube, me da la impresión
de que las puertas duran abiertas menos tiempo de lo normal. Siento
que el metro nunca se detuvo. Regreso al lugar en el que estaba senta-
do. Llevo más de seis meses viviendo en esta ciudad. Aunque antes de
vivir aquí había utilizado el metro cuando venía de vacaciones, llevo
unas semanas que comencé a usarlo nuevamente. Vengo de conocer
las cantinas La Faena y Tlaquepaque, me gustó más la segunda. Es la
primera vez desde febrero de 2020 que voy a un bar. Pasan de las doce
de la noche. Descubrir que soy el único en un transporte donde viajan
4.6 millones de personas cada día me produce una extraña sensación
difícil de describir. Me paro frente a la puerta que divide este vagón del
siguiente. Echo un vistazo al que va adelante. Hay pocas personas en
él, parece que están durmiendo. Distingo a lo lejos el otro vagón que
sigue. Entonces me sujeto de los tubos, esos que siempre evito tocar por
miedo a contagiarme del virus. Observo cómo se mueve la parte que
une a los vagones. Desde aquí me resulta más familiar la manera en la
que Vicente Leñero describió al metro: lombriz de tierra, serpiente sub-
terránea, topo que horada el vientre del infierno, sierpe, reptil, gusano
azteca. Siento una alegría inédita: sonrío sin ser consciente de por qué
lo hago. Enseguida grito.
Azcapotzalco
Por primera vez no me preocupo por avanzar rápido cuando me bajo.
Soy la única persona que se bajó aquí. Subo las escaleras con paciencia.
Siempre confundo por cuál de las salidas debo irme. Ahora, sin gente en
los pasillos ni vendedores alrededor de los torniquetes, todo me resulta
más claro. Levanto la vista. Distingo las dos salidas. Me salgo por donde
hay un teléfono público. Para salir a la calle más cercana que conduce
a mi casa tengo que irme por la salida de la izquierda. Sonrío mientras
subo las escaleras. Interpreto mi felicidad como el resultado de una au-
téntica hazaña.
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