Por EDUARDO MARCELEÑO GARCÍA
Esta noche dormiré tranquilo, creo que me lo merezco. A qué negar que aguardo cerrazones y la duda crece cada vez más rápido. Intento que mis hijos sobrevivan, aún cuando esa tarea ya no depende de mí. Veo sus caminos divididos y la presencia del desorden como algo irreversible. Eso que fue suyo y que han perdido son nostalgias aparte, pensó Francisco viendo al techo con los pies fríos y los dedos de las manos entrelazados sobre su pecho. La noche estaba en silencio y el se sentía brutalmente solo.
Su hija Elena se había divorciado recientemente, y regresaba a la casa familiar con cierta vergüenza. Aquello era un fracaso doloroso para ella, un viaje que hacía de vuelta con el carácter destruido, sobre todo por ese ímpetu que resistió más de un embate en contra de su matrimonio, y que al final este no fue sino el fiasco total de su mundo, por más pequeño que fuera. Ese que comprendía el trayecto entre la casa de sus padres y el departamento de su marido. Elena volvía con la cabeza abajo para enterarse, al llegar, que su madre había fallecido un día antes.
La tragedia se estableció a partir de voces ajenas que se instalaron en la vida de Francisco. Siempre estuvo convencido de estar en el camino correcto hasta que las cosas se torcieron. En más de una ocasión se preguntó qué estaba haciendo mal para tener unos hijos tan poco considerados, nada agradecidos. Cuál había sido el error en el camino de su formación que los desvió hasta llevarlos al extremo opuesto de esa tradición de gente bien nacida de la que, estaba seguro, pertenecía su familia. No solo se refería al evidente privilegio que gozaban, sino al de los buenos valores que según él les habían sido heredados desde varias generaciones atrás. Todas esas ideas se le amontonaban dando como resultado una infinita lista de incertidumbres, de inconsistencias y lugares vacíos, de preguntas sobre sus propias decisiones. El origen de las causas se entramaba con las consecuencias, hasta formar una red de condenas que lo aprisionaba como a un animal confundido en una trampa. Toda su vida había perseguido el éxito, ese objeto fulgurante que antes y de lejos parecía una buena idea.
Esta noche dormiré tranquilo, se repetía Francisco según las horas avanzaban. Desde la primera vez que se había dicho esto a sí mismo transcurrieron casi cuatro horas, llegando así a las cinco de la mañana con el sueño interrumpido por el pensamiento acerca del provenir de sus hijos. En casa no había un sólo ruido. Afuera, la calle estaba tranquila y sola, muy acorde con ese vecindario de viejos matrimonios fundado varias décadas atrás, y donde ahora el silencio se adueñaba de sus calles ya no como el lugar familiar que solía ser antes, adonde el sueño llega temprano y se prepara para la rutina del día siguiente, sino como un cementerio en el que casi todas las voces habían sido enterradas.
Después del entierro de Elena, madre de Elena, y esposa de Francisco, la familia se reunió, es decir, padre e hijos, para cenar. Francisco, el primogénito, llegó y se fue temprano. Cenó poco, habló menos, aguardó el momento de retirarse con la actitud nerviosa de quien siente la tragedia cerca. La lista de impuestos no declarados era larga. La negligencia y el abandono de su tienda de electrónicos lo hundieron de a poco frente a la inminente llegada de los ecommerce. Ni siquiera se había entregado a algún vicio, simplemente era incompetente. Tal era su fracaso, que ni la muerte de su madre pudo disfrutar. Donde debían tener lugar el llanto y los abrazos, se encontraban la mortificación y el miedo. El hijo mayor era una torre de cartas a nada de desplomarse para siempre, aunque eso no lo supiera nadie en esa mesa, y puede que fuera mejor así, para qué atormentar a un pobre viejo como su padre que poco o nada tenía ya para ofrecerle. Se le había exprimido todo cuanto fue posible, así que lo último que necesitaba era un disgusto como ese.
Jesús, el hijo de en medio, se quedó un rato tras la cena lanzando diatribas en contra del exmarido de Elena. Parecía muy entusiasta con el divorcio, como si el desprestigio del matrimonio fuera señal de buena fortuna. Las palabrotas le salían con facilidad. Insultar, intuía, era la mejor manera de conectar con el dolor de su hermana. Terminó su cena y se frotó la panza, como si fuera cualquier otro verano, o cualquier otra Navidad. Recibía el luto de su madre con ligereza. Se tomaba en serio eso de dejar ir, o quizá no, puede que no se tomara en serio nada. Se despidió pidiendo algunos billetes prestados a Elena, y ella se los dio sin objetarlo, casi ida, despojada de toda consideración hacia el dinero, como si este no tuviera ningún valor y se repartiera como quien tira volantes por la calle.
La verdad era que los dos hermanos eran casos perdidos, y Elena veía venir su caída de forma inevitable, así fuera la única sobreviviente de su familia, la que todavía tenía esperanzas, la más joven, la más lista. También la más guapa, si es que eso servía de algo. O al menos le consolaba saber que para nada era una mujer fea. Encima de todo lo que ya venía cargando, Elena se sentía alejada del visto bueno de su padre, pues nunca demostró tenerle la confianza que ella creía merecer; por el contrario, este le ofreció todo sin pedirle nada a cambio, como si todo el amor y todo el esfuerzo entregado fuera a fondo perdido. Ahora, veía a sus hermanos poseer una levedad que ella no tenía, por más que estos fueran unos perdedores consagrados. Veía a los hombres de su familia, incluido su padre, aceptar su fatalidad sin oponer resistencia alguna y esto le enfurecía a mares. Pero lo que más le frustraba era no ser capaz de reconocer las fuentes del dolor que alimentaban ese rechazo natural, que sentía por las condiciones que la vida le había impuesto a su regreso. Sabía, eso sí, que no se trataba de algo pasajero o de un picado mar de emociones no definidas entre el divorcio y la muerte. Sabía que todo proviene de un lugar profundo, y que la tragedia, a poco que puede, se instala con mayor facilidad cuando los acontecimientos de la vida introducen misterios.
Elena era la hija favorita de su padre, aun cuando el no tenía ningún tipo de fe en ella. Así que nunca había conocido la derrota. Puede que por eso, durante la primer etapa de su vida, le atribuyó concesiones que no les correspondían a los hombres de su familia, y recientemente, esas mismas concesiones fueron depositadas en el lugar que ocupó su marido. Ahora, frente al despojo de todo lo que ella había considerado una vida bien llevada, esas mismas concesiones le destruían.
Una Elena por otra Elena, bromeó Francisco, como si se tratara de un comentario atinado, y como si el único dolor que habitara en esa casa fuera el de la ausencia de la madre, no así el del vacío y el desconcierto, eso que consumía a la hija, que ahora se quedaba sin brújula al lado de un viejo que poco o nada tendría qué ofrecer de frente al inevitable trayecto final de su vida.
A sus treinta y dos años, Elena no conocía sus virtudes. No tenía ni la más remota idea de cuáles eran sus prioridades, o por dónde debía empezar. O bien, si todo eso que sentía se trataba simplemente de un montón de elementos extraños que se habían juntado de repente, y pronto todo pasaría, así como pasan las cosas cuando se está acostumbrado a que los problemas se solucionen solos.
Francisco despertó con apenas dos horas de sueño. También conviene decir que según se acercan los últimos días de la vida de algunos viejos, las horas de sueño se acortan, prolongando así las horas despierto. Puede que esto se deba a un proceso natural de querer disfrutar más del tiempo que queda, o de apresurarlo, en cualquier caso da lo mismo. A qué negar que dos horas eran poco y esto le provocó una ligera molestia que intentó disimular frente a su hija. Los ojos hinchados por el insomnio, la barba gris de varios días sin cortar. Una bata de felpa color mostaza lo cubría de los pies a la cabeza, en donde su cabello se había arremolinado y tomado forma de un extraño cucurucho en la parte trasera de su craneo. Se podía apreciar que, debajo de ese caparazón hecho de olvido, había un hombre guapo entrado en años. La galanura lo abandonó hace tiempo, no se trataba del resultado de un fenómeno reciente ligado a la muerte de su esposa. Era algo más, un movimiento lento, progresivo, irreversible como la deriva continental, esa ola que lo arrastra a uno hasta la última orilla de todo lo que importa, ese lugar extraño en donde se olvida la existencia de los espejos.
Francisco se levantó de su cama y ordenó huevos, café y fruta. Acostumbrado a tener una empleada doméstica y a su mujer, no tuvo empacho en ordenar lo que le apetecía en el instante. La única diferencia que había ahora con relación a aquellos viejos días junto a su esposa, y, por qué no decirlo, días de opulencia que le permitieron a la familia agenciarse una empleada doméstica, era que Elena no sabía siquiera cocinar un huevo frito. Nunca antes en toda su vida le había hablado con rudeza su única hija. Ese día, con dos horas de sueño, setenta y tres años de vida a cuestas, sin mujer y sin sirvienta, y con mucho pero que demasiado apetito, Francisco gritó hacia lo largo del pasillo de la casa: ¡No sirves para nada!
Elena intentó cocinar los huevos que su papá le ordenó al levantarse de la cama, pero el escándalo ya se había formado en la cocina, donde una humareda se extendió hasta llegar al pasillo, al punto de tener que abrir las ventanas de toda la casa porque le fue imposible regular la llama de la estufa. Del café… un olor rancio, carbonizado, contaminó cada cortina y mueble a su paso por toda la sala, incluso se había colado a dos o tres recámaras apestando los roperos y las camas. Aquello parecía un incendio sin llamas, un desastre inútil. No merecía la pena enojarse por una cosa tan tonta. El incendio impalpable pudo haber sido sofocado si ambos personajes se hubieran unido doblando esfuerzos, compartiendo una misma preocupación por sobrevivir. Pero ya ni siquiera los incendios les alarmaban.
¡Pues entonces tú encárgate de cocinar tu huevo, cabrón!, Elena no pudo contener el enojo, y respondió al insulto que le habían lanzado, al tiempo que notaba cómo sus capacidades, fueran muchas o pocas, se veían rebasadas por la realidad. Lo cierto era que ni el padre ni la hija estaban donde querían estar. Se desconocían todo el tiempo, deambulaban por la casa como dos contrarios acorralando el momento de hacerse daño, de tirar miradas resentidas, de demostrar lo infelices que eran el uno con el otro. Solo les era útil sus habitaciones para llorar.
Francisco era un hombre septuagenario que durante sus mejores años trabajó para proveer a su familia, y eso lo hizo feliz una buena parte de su vida. Logró montar negocios que dieron buen dinero, mismo del que ya no quedaba casi nada. Hoy no era más que un hombre que, en el último tramo de su existencia, contemplaba la caída de su legado con el aire destructivo de quien atisba una catástrofe inevitable. No eran sus hijos lo que en el fondo le preocupaba, sino ser tragado de una vez y para siempre por el olvido.
Elena, por otro lado, comenzaba a darse cuenta que tenía que empezar a vivir una vida por sí misma. Cuando pudo decirle cabrón a su padre, recordó la única vez que le había dicho cabrón a alguien, es decir, a un hombre. Fue a su esposo durante la boda de su mejor amiga, cuando lo descubrió saliendo del baño del jardín con otra mujer, ambos cautelosos, pendientes de que nadie los estuviera mirando. Elena se arrancó las zapatillas y corrió al encuentro para tirarle en cara un merecido, aunque limitado, ‘¡Eres un cabrón, Román!’. Esto, desde luego, no fue el motivo de la separación, pues todos se olvidaron del asunto dos o tres días más tarde, pero en aquel momento fue un respiro necesario. Ahora, al notar el impulso de sus palabras, sintió un ligero alivio. Su actitud se había reducido a una suerte de resignación y tristeza, y aquellos gritos ya no eran los de la desesperación, si no los murmullos que lograban escapar de su pecho con el último golpe al límite de sus fuerzas.
Efectivamente, la palabra cabrón evocaba a Elena toda la tristeza de su vida. La verdad es que Francisco apenas y escuchó el insulto, y para el caso le dio igual, no había razones que le hicieran mover un dedo y así darle una última lección a su hija, porque además no había más lecciones para dar a nadie. La noche anterior se había prometido a él mismo dormir tranquilo, porque era mucha la energía que había destinado al pensamiento del descenso de su vida y la disolución de una familia que frente a sus ojos había formado en la estricta perfección de las buenas maneras, el trabajo y la disciplina. Le había prometido a la noche entregarle su sueño tranquilo y no lo consiguió. Razones sobraban, pues, para estar molesto. Se encerró de golpe en su habitación y no volvió a salir en todo el día.
Elena era una niña que se había quedado sin nada. Aquellos días de la infancia eran un recuerdo distante. Ahora estaba de regreso en casa, y a todo aquel que regresa no se le puede mirar de otra forma que con la óptica de la derrota. A saber, desde luego, que el regreso también es un viaje. Y era eso, el comienzo de otro viaje, el que Elena estaba por emprender.
La mañana siguiente, sobre el comedor de la casa, había una bolsa con panes de dulce y dos litros de leche fresca. Elena salió de su habitación. Modorra y en automático tomó uno de los panes, se sirvió un vaso de leche fría y se sentó en una de las sillas del comedor. Mientras comía le pareció sentirse de nuevo en casa, no en el depa de Román sino en esa casa a la que había regresado derrotada, la de su familia. Involuntarios golpes de humor le atacaban por momentos, recordando los viejos días cuando usaba ese ridículo vestido rosa y hacía al cuento que bailaba igual de bien en la sala de su casa como una bailarina profesional en un gran escenario. Pudo sentir la presencia de su madre en la cocina, incluso escuchó el tintineo de los cubiertos que lavaba Olga, la empleada doméstica. Se trasladó al pasado, donde ella misma había sido parte de otros días, otros juegos. Miró a sus hermanos peleando al fondo del pasillo, y los gritos de su padre le parecieron muy familiares. Fue capaz de recordar que este sí que solía gritar en casa y se alegró, por instantes, de no saber prepararle un huevo. Aquella entrelazada mezcla de evocaciones le hizo sentirse como la gran merecedora de la familia, por encima de sus dos hermanos mayores. Entonces no estaría ahí como resultado del fracaso sino de la victoria que había tenido frente al cabrón de su exmarido y que ahora, por designios del destino, volvía al lugar que pertenecía. No había nada que lamentar entonces. Los cachetes llenos de pan se le hincharon de felicidad, porque había empezado a sonreír. Justo en el momento en que empezaba a quedarse tranquila, se preguntó quién había llevado la bolsa con pan dulce y los dos litros de leche.
Francisco despertó y salió de su cuarto, y también le dio gusto ver que había pan en la mesa. ¿Quién trajo pan?, preguntó con el tono hogareño del padre que se sabe proveedor, pero que por cortesía agradece el gesto de quien lo ha acomodado sobre la mesa. Ese sentimiento lleno de calor que sólo se le puede sentir a una mañana en casa, donde es posible escuchar a lo lejos las voces de una familia que se apresta a sentarse al desayuno, o sentir cerca la urgencia de una madre por tener a sus hijos bien comidos. Francisco, al igual que su hija Elena, pudieron percibir la tranquilidad que da, pues, el no sentirse solos. ¿No fuiste tú?, contestó Elena, quien ya se había terminado su pan y se encontraba lavando su vaso en la cocina.
¿Y eso que ahora estás lavando trastes, hija?, contestó Francisco, haciéndose el despistado. Me recordó a mamá y a Olga en la cocina, cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, me nació lavarlos. A mí también me pareció recordar a mi familia, cuando ustedes eran unos niños adorables, oye ¿entonces tú no trajiste el pan? No, ¿tú tampoco?, preguntó de vuelta Elena, confundida. No, yo me acabo de levantar, pero bueno, da igual, ¿ahora si te vas a poner a cocinar?, dijo Francisco, bromeando, en buena fe. Claro que no, mejor vamos a buscar qué desayunamos, yo te invito, papá.
Padre e hija se dirigieron hacia uno de esos restaurantes que venden desayunos. En el lugar, ambos pidieron el bufete. Se sirvieron jugo y fruta, huevos al gusto, café y más pan dulce. Hablaron de lo que harían ahora que uno se había quedado sin esposa y la otra se había quedado sin esposo.
Lo de mamá no me ha sentado nada bien, es como si el destino me estuviera advirtiendo de algo, no es posible que Román y yo nos divorciemos y acto seguido me quede sin madre, Elena se sinceraba con su papá. Sabes que puedes quedarte en la casa, porque es tu casa, hija, pero como no aprendas a cocinar y hacerte cargo de las labores, vamos a tener un problema. Veo que con tu marido nunca tuviste necesidad de aprender la mínima forma de trabajo, y si soy sincero, dudo que lo hagas a estas alturas. Pero ya estoy viejo, tienes que entenderme.
¿Por qué no contratas a alguien? Yo veré cómo aportar, propuso Elena. No nos queda gran cosa, es decir, no nos queda nada. Todo lo que teníamos se lo di a tus hermanos y lo tiraron a la basura. A mí nunca me diste nada, papá, Elena se mostró aún más triste. Te lo di todo, pero lo único que a ti te tocaba era hacerte de un matrimonio, que es a su vez hacerse de un hombre que provea, pero bueno, hemos visto que no funcionó. Esto último enfureció a Elena, quien se la había estado pasando muy bien esa mañana.
El rumor de la derrota la destruía, era como si quisiera culpar a su propio padre de toda esa tragedia, la suya, y se sintiera incapacitada por las mismas razones de no entender cómo debía enfrentar su regreso, ese viaje que apenas y comenzaba, al lado de un viejo que tendría que cuidar cuando este ya no pudiera atenderse por sí mismo. Luego se maldijo a sí misma y pensó en que más que un viaje de autodescubrimiento, sensación de la que había abrevado felicidad hacía unos momentos en casa, su regreso era más bien un castigo por no saber cómo llevar un matrimonio.
Después, aventó los cubiertos hacia el plato. Lo único que puedo ofrecerte es llevarte a un asilo para ancianos cuando ya no puedas moverte, dijo enfurecida. ¿A un asilo?, ¿cómo?, contestó Francisco con mirada de niño asustado. Ya lo veré, a su tiempo, papá. ¡Oye, Elena!, ¿y Román?, ¿va a venir? Ahora te estás burlando de mí…, Elena empezaba a enojarse de verdad. No, ¿cuál burla? Román, mi amigo, quedó de mostrarme su colección de estampitas. ¿Estampitas? ¿De qué hablas? Las del Servicio de Correos, ayer quedó conmigo, acuérdate, nos dijo que tiene un álbum completo, hasta las del tiraje del sesenta y ocho, ¡las más difíciles de encontrar! Elena estaba totalmente desconcertada.
Papá, ¿fuiste tú quien llevó el pan a la casa hace rato? ¿Cuál pan? La bolsa con pan dulce y la leche, papá, comimos pan hace unas horas. ¿Pan? No. Debió ser Olga, ya sabes como es, le gusta llevarles pan a los niños, ¿Elena, eres tú? Qué joven te ves.
Elena pudo ver con claridad el lugar adonde había llegado. Miró a su padre, quien la miraba de regreso con ojos de niño contento, agitando las manos en el aire. Luego, se echó a llorar.
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