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Cuento

En una calle de las orillas de la ciudad

Por J. ISABEL HERNÁNDEZ

Es una mujer que no puede pasar desapercibida para los hombres, incluso ante las pupilas de los ojos femeninos. Tiene un halo especial que la hace, tal vez, única. Nos deja a quienes la miramos con la lengua al borde de los labios. Al paisaje lo hace placentero. Se desliza por lo áspero de los adoquines y el cemento deforme de las banquetas. Si observas detenidamente su cuerpo, te atrae como imán, aunque no lo desees. Y no es que sea una creación extraordinaria, pero su complexión y presencia cautivan: eres ya, al instante, su incondicional, adicto a ella.

Menudita, movimientos espontáneos, insinuantes. Todo en conjunto permite sin limitaciones o falsos escrúpulos que su vestido haga resaltar el contorno de sus tetas y el de sus nalgas.

Va seria rumbo a la tienda departamental, Alameda o Zócalo. Es indiferente a los curiosos, viejos y viejas e hirientes bisbiseos. No la incomodan las adulaciones. Camina digna y solitaria, ondulante su cabello al igual que el follaje, ornato de los árboles. Me perturba la excitante belleza de esta mujer. Va como revelación mágica entre los transeúntes, los globos del globero y la distancia, dejando sus feromonas en el aire.

Dobla la esquina, se dice que fue la última vez que la vieron. Días después, se informó que al parecer tenía cita con algún desconocido. Nadie lo sabe hoy. Se comentó que los rivales se encontraban en una calle de las orillas de la ciudad. El que presenció el enfrentamiento dijo que aún siente aquel primer escalofrío y que le sigue recorriendo el interior de las venas, de los huesos y de la piel.

Ella llega por una calle lateral. Poco después, uno aparece de repente, untándose a las paredes como sombra o espíritu. El otro, visión, ánima, exorcismo, Belcebú, se hace visible. Y como viento helado ahí está presente ella, con la desafiante mirada en los dos. Nunca se escuchan acusaciones ni reclamos; tampoco, jamás, se pronuncia el nombre del agravio.

La hembra queda en el centro, demasiado tarde para dar alguna explicación o acaso pedir perdón: dos leones, en segundos, destrozan a la presa.

Ambos traen ya la decisión. En el cerebro, perturbaciones y rabia; en las manos, los fierros que, deseosos de sangre y sedientos de vísceras, están dispuestos a rasgar cartílagos, a cercenar dorsos y extremidades. Y sin medir peligros ni pronunciar palabras, se lanzan el uno sobre el otro. Son dos perros, dos astados, dos tigres, buscándose los corazones con las puntas de un cuchillo y una daga.

Los extravíos de la pelea están en la imaginación como golpes de relámpagos y dejan los sedimentos de angustia, miedo y un temblor que no se ve. Los aceros maldicen, increpan y se aletargan. Reinician las armas y su misión: hundirse en los órganos, sacar la vida y el alma.

 – ¡Ahhh! –Se queja el primero.

– ¡Pfffff! –El segundo apenas mueve las mandíbulas para encontrar las maldiciones.

Al primero las fuerzas se le adelgazan. Desfallece. Se vuelven a hundir, acerados, el estilete y el puñal.

– ¡Ah! –Tenuemente el segundo reniega y maldice: –¡Toma! ¡Chinga tu madre! – Y golpea otra y otra vez.

Gutura el primero: –¡Muérete ya! ¡Cierra el hocico, hijo de…! – A las maldiciones se les une la daga.

Los dos mastican su propia muerte y no consiguen, por más esfuerzos desesperados que hacen, vomitarla. Se convulsionan.

La vida les sigue, energía, luz y paisaje, en su lentitud, como erizos, se les atraganta en la intensidad de su ira.

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