Mariazel Ortiz Back
Resoplando mientras limpia el sudor de su frente con el antebrazo, Nacho fija la mirada en el camino; con la paciencia que le queda pone poca atención a las historias de su abuelo.
— En los cuarentas ese parque tenía una fuente en el centro, tu abuela iba a sentarse los sábados ahí. Una vez le partí la madre a un tipo que también estaba tras de ella.
Nacho estaciona el coche en la esquina contraria a un edificio y vienen a su memoria aquellos momentos trabajando para el señor Zurco, que no daba el mérito suficiente a la labor de sus trabajadores. Ni siquiera podía esperarse de éste un trato justo. Los ojos de Nacho se mantienen estáticos en la puerta principal, las manos sudan y su frente, ni hablar. El abuelo observa en silencio e insiste en aconsejar a su nieto:
— ¡Pinche viejo!, ¿verdad? Yo que tú lo repensaba-, dice el abuelo.
— ¿Y luego?, ¿qué voy a hacer con él? No tengo lugar pa’ meterlo. Responde Nacho
— Es que piensa, puedes sacar más provecho de un secuestro que de un simple robo.
— Yo nomás quiero lo que me toca, no quiero pedos grandes.
— Pero si…
— ¡Bueno pues, ya! Para ti es fácil decírmelo, si me agarran tú a todo dar sin un pedo.
— Pues, la mera verdad sí. Aunque “vías” de estar agradecido porque te ayudo.
— Ayuda que no pedí…
— Mmm… Qué poco valoras este chance, no por nada estoy aquí “güerejo”. ¡Aprovéchame chinga! Y haz lo que te digo.
Aún con dudas, Nacho repasa el plan que ideó semanas atrás, un simple atraco a la mueblería donde trabajó durante más de ocho años; aunque, duda si en verdad lo que le dice el abuelo es mejor. El dueño de la mueblería, Octavio Zurco, tenía que pagar por el trato muy injusto a sus empleados durante tanto tiempo. Octavio, un tipo de aproximadamente 55 años lleva el mando del negocio desde hace dos décadas. Su mueblería es una de las más importantes de la ciudad, al grado que han sido vanguardia en muebles desde los años 30; por lo tanto, la familia no dudaría en pagar una buena cantidad para su rescate.
El Zurco no tiene la paciencia de tratar con la gente y cuando despidió a Nacho no le pagó lo que debía; eso provocó la ira de este último, además, también por las injusticias que presenció durante el tiempo que laboró en “Mueblerías Polonia”.
— ¡Qué poético suena el secuestro de Octavio Zurco. Le das un madrazo en la cabeza con una bola de béisbol dentro de un calcetín, pa’ que amortigüe y no te lo eches! Seguro quedará inconsciente y si no, lo rematas con un puñetazo en la nariz pa’ que se apendeje más. Le tapas los ojos, le amarras las manos y con cuidado lo echas en la cajuela-, señala el abuelo.
— ¡No manches viejo! Eso parece película, yo nomás quiero entrar, amenazar a la secre y que me suelte lo de la caja. Me cae mal el güey ese y sí se merece el susto, pero lo que me dices es mucho relajo.
— ¿Cuánto puede haber en la caja esa? ¿$20 mil por mucho? Imagínate cuánto no te pagarían por el rescate del Zurco.
— Estás loco viejo…
— Güerejo, si lo vas a hacer que sea de lleno pa’ que costee.
— Me arriesgaría mucho, yo no puedo solo.
— ¡Que sí puedes carajo, no seas rajón!
— ¿Y si le pego mal?
— Nomás trata de no darle en la sien. Porque ahí sí ya valió.
Por la noche, en la estación de policía tratan de esclarecer los hechos ocurridos por la tarde. El Zurco está rindiendo su declaración con el estilo hostil que lo caracteriza.–
— Estaba a punto de subir a mi coche, hace como una hora, de repente sentí un golpe seco en la cabeza. Me quise caer, pero me detuve en el carro, cuando volteé vi a Ignacio parado con una cosa rara en la mano, no la distinguí y supongo con eso me golpeó. Quiso atacarme de nuevo, pero le di una patada en la entrepierna y se cayó. Le quité lo que traía en la mano y con eso mismo, le pegué en la cabeza. Era una bola de béisbol adentro de un calcetín. Quedó inconsciente y lo subí al carro para traerlo aquí. Despertó ya casi llegando. Se veía desorientado y… pues ahí está, ya lo vieron.
El
policía en guardia se reúne con el capitán para comparar ambos relatos.
— Listo jefe.
— ¿Qué dijo?
— Sostiene que su abuelo planeó todo para secuestrar a Octavio Zurco.
— ¿Cómo se llama el abuelo? ¿Tiene antecedentes?
— Sí señor, era ratero conocido. Lo metieron al bote por echarse a una de sus víctimas con una navaja, el señor se llamaba José Ignacio Sánchez López.
— ¿Se llamaba?
— Sí, el don murió hace unos veinticinco años.
— ¡Ah caray! ¿Y éste creyó que no nos daríamos cuenta que el ruco ya peló gallo?
— Ya ve, nos quiere hacer pendejos.
En una celda se encuentra Nacho, apacible, aunque desorientado y no da crédito a lo que acaba de suceder.
— ¡Pinche “güerejo”! No le diste como te dije.
— Lo hice como me dijiste, yo no sé pa’ qué te hacía caso.
— A ver si te sacan de aquí rápido, pues, así como es de mamón el Zurco, te vas a pudrir aquí adentro como me pasó a mí.
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