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Cuento

LOS DE BARRO

Por MARIELA VARONE

(Del libro La santa)

El sonido de la lluvia cuando empieza es un sonido que muchos disfrutan. Incluso incita, a algunos, al amor; a otros, a la nostalgia y a la evocación. Pero para la familia Salvo es otra cosa: el miedo, las corridas (aunque sean las tres de la mañana), levantarse sin estar completamente despierto, casi sonámbulo correr a levantar las cosas del piso, que no queden bajo el agua, especialmente los zapatos, los pocos que quedan sanos con una suela y una capellada que les permite de algún modo cerrarlos y calzarlos para correr a levantar las cosas del piso; algunos bancos, aunque sea los de madera, los colchones sobre la mesa, uno encima del otro, la ropa, las almohadas, una sobre la otra y, especialmente, que no se moje el pan.

Uno de la familia, generalmente la mamá, se encarga de, apenas comenzada la lluvia, calentar agua hasta que le dé el tiempo o hasta que le den los huesos, porque a veces el frío los cala hondo. Entonces llena un termo, toma la bolsa para las emergencias que tiene lo necesario: bebidas, mate, galletitas, pan y las sube a la terraza, o, mejor dicho, al techo que se convierte en terraza, el único lugar seguro, por ahora, adonde no llega el agua. Y hasta allí cada uno sube lo que quiere salvar: la madre lleva unas mantas que armó con retazos y la caja con los documentos (nunca se la olvida); Marcela, la hija mayor, se aferra a un par de botas negras que encontró, increíblemente sanas, junto a un árbol; Florencia lleva una mochila con su cuaderno de dibujos y sus lápices. El padre, en cambio, se tiene que resignar a no salvar nada suyo porque siempre tiene que ayudar a los chicos a subir al techo, especialmente a Franquito que se abraza con angustia a su oso, y cuya madre más de una vez ha tenido que coser. Y ahí está el oso aferrado por Franquito, lleno de costuras de distintos colores y teniendo por ojos dos botones: uno marrón y uno negro. Y está Franquito aferrado por el papá que piensa en las herramientas que quedaron bajo el agua, que otra vez se van a oxidar y otra vez va a tener que limpiar pacientemente para recuperarlas y poder arreglar los muebles que quedaron sumergidos también.

Pero no siempre el agua sube de la misma manera. Impredecible, antojadiza, a veces sube hasta tapar la mesa; a veces, con suerte, cubre las patas de las sillas y ahí se detiene. Pero otras parecen no tener freno y sube furiosa sobre patas, sillas, mesa, y no para hasta llevarse colchones, almohadas, ropa, pan, cuando está brava, dicen los Salvo, “hoy está brava”, repiten con el miedo ya tatuado en las pupilas después de tantas inundaciones. Y la ven venir, la adivinan desde el sonido de las primeras gotas. Porque caen con fuerza gruesos gotones que tamborilean en la chapa de zinc del techo, terraza unos pocos minutos después.

Entonces, desde allí, pueden ver cómo el agua lo cubre todo y se lo lleva: algunos autos flotan como barquitos de papel; las ramas, los troncos enteros y la basura; una mesita, un balde, algo de ropa.

—Tenemos que salir de acá —dice papá Salvo con la esperanza atragantada—, un día nos va a llevar a todos.

Y todos escuchan con temor aquellas palabras porque saben de qué habla. Porque un día papá Salvo vino con una novedad: se había hecho amigo de uno de la villa del otro lado de la vía.

—Si no nos queda otra nos vamos a la villa, allá no llega el agua y nos pueden hacer lugar.

Desde ese día no solo el miedo a perder la casa es lo que los preocupa: “vivir en una villa miseria”, se repiten como un eco que no tiene salida…

No se sabe con exactitud cuándo comenzaron a llegar los primeros ocupantes a la Villa Esperanza, aquel asentamiento en cuyo centro se erige un enorme edificio en ruinas. Lo que se sabe es que una vez instalada la primera familia, enseguida fueron diez y luego cien y cientos. Algunos venían de lejos, desde el otro lado del río; pero otros venían de ahí nomás unas cuadras, desde los terrenos anegados. Porque enseguida se corrió la voz: por una de esas cosas extrañas del terreno y milagrosas, milagrosas sobre todo, la villa no se inundaba. Algunos decían que antes era un hospital para gente rica, que tenía hechos los desagües como dios manda; otros, los más creyentes, decían que tenía una bendición especial de san Pantaleón, de tantos que le rezaban para que cuide de sus enfermos. Que ahí nomás quedaron metidos todos esos rezos y plegarias. Y entonces la tierra se traga toda el agua, dicen.

Sin embargo, también dicen que lo que tiene de bendita lo tiene de malnacida. Porque sus primeros pobladores eran muy aprovechados y apenas llegaron vieron el negocio: vender habitaciones a los que perdían todo por la inundación, que se tenían que resignar a cambiar su vivienda por un cuarto precario en donde apenas cabían cuatro acostados.

Mamá Salvo observa a su marido y vuelve la vista al agua y vuelve la vista a su marido. Piensa en los hijos y tiene miedo, miedo de la lluvia y de la villa. Porque ella sabe: de ahí no se vuelve. Y si ella salió fue porque era muy joven y linda cuando conoció a Alberto, si no, seguiría ahí con los suyos que ahora ya no la miran a los ojos cuando va a visitarlos. Elsa tiene las lágrimas secas y la tristeza en el estómago: “otra vez perdemos todo, otra vez” vuelve a repetir.

Elsa nació en la villa, en una familia sin papá de cuatro hermanos con futuro dudoso y una madre que era un mate a la tarde y un paquetito de transpiración, cansancio y algunos pocos billetes cuando volvía por la mañana, con el sudor de muchos hombres pegado al cuerpo. Apenas entrar, ella intentaba lavarse, se restregaba la piel una y otra vez con un trapo que mojaba en un balde y luego jabón y luego agua que traía Elsa de la canilla que estaba afuera y que compartían con los vecinos.

Entonces, mientras se limpiaba, la madre miraba a su hija y se le llenaban los ojos.

—Sos tan linda… ¿Qué voy a hacer con vos? —y sus ojos se desbordaban—. No seas como yo —le repetía una y otra vez, siempre—. Ay, hija, no seas como yo.

Y Elsa la escuchaba. Y un día llegó uno que le prometió tantas cosas: que iba a cuidar a su mamá para que no la lastimaran, que ella y su familia iban a poder comer lo que quisieran, que les iba a comprar ropa, que no se preocupara por los hermanos, solo por él, por atenderlo como quería y todo iba a estar bien. Y cuando empezó a cumplir algunas de sus promesas, a la mamá ya no le preocupó la edad de Elsa ni su miedo. Pero poco le duró, porque a los meses su hija comenzó a hincharse y a vomitar y él desapareció. El día del parto llovía furiosamente, como ahora. Elsa estaba acostada en la camilla de la salita y rezaba: “que sea varón virgencita, que sea varón”, pero fue nena y la llamó Marcela.

Cuando Elsa conoció a Alberto, Marcelita ya tenía nueve años. Con Alberto vino la salida que tanto había esperado. Hasta que llegó la inundación.

Mamá Salvo mira a su hija mayor y piensa qué destino este, empecinado como la lluvia. Marcela mira el diluvio y no piensa en el destino. Piensa en Franquito que es su hijo, pero le dice mamá a su abuela, que le cambiaba los pañales, lo dormía, lo bañaba cuando era bebé. Marcela mira el agua, que se lo lleva todo, y tiene miedo de que siga subiendo, que los alcance, que los lleve a ellos también, al nene y a ella que nunca supo cómo decir las cosas…

—Creo que estoy embarazada, mamá —había dicho.

Lo dijo porque esa mañana, cuando se despertó, sintió como un pececito flotando en su estómago. Hacía un par de meses que no tenía su período y se acordó de lo que le había pasado a una amiga. Entonces se dio cuenta y lo dijo:

—Creo que estoy embarazada, mamá.

Y después de las lágrimas, la desesperación y la prueba de embarazo, no hubo dudas.

—¿Quién fue? —preguntó la madre con la angustia de los que sienten que nunca van a tener una salida.

—¡¿Quién fue?! —preguntó Alberto, furioso.

Pero Marcela no quería decirlo a pesar del llanto y de los gritos. “¡Pero tenés trece años!, ¡quién fue!”. Pero Marcela no lo quiso decir. Porque tenía vergüenza, porque no pudo decir que no, porque era su gran amor, desde chiquita, un vecino que nunca la había mirado porque era más grande. Hasta que un día, en un cumpleaños, la descubrió, miró sus piernas, miró sus caderas. Entonces la sacó a bailar y luego la llevó a un lugar más apartado, lejos de las otras miradas, para besarla y Marcela era feliz. Y así él pasó de los besos a las caricias y Marcela dejó de ser feliz. Y después de esa vez hubo otras veces. Hasta que un día pudo decirle que no. Pero ya empezaba a sentirse rara cuando aprendió a decir no.

Sobre las chapas de zinc del techo, terraza, Elsa siente el agua crecer. Mira a lo lejos los otros techos, los techos de la villa sobre los que también está lloviendo, y piensa en los que quedaron allá. Y se promete “otra vez, no”, y se lo jura por sus hijos “otra vez, no”. El agua maldita que se lleva todo menos el miedo. Y deja la mugre, todo sucio, todo lleno de barro otra vez. No, todo no, está Florencia, está Franquito… está Florencia que llegó con un cielo limpio, sin nubes. La siente temblar a su lado con un dibujo pegado al cuerpo: el dibujo de la familia. Había dibujado a todos sonriendo, incluso al oso de Franquito. También un árbol, flores, un sol; y atrás, la casa con dos ventanitas y una chimenea por donde sale el humo…

Y está Franquito que sigue abrazado a su oso, asustado. Y ahora se suelta de papá Salvo y corre a abrazar a Marcela.

—Upa bebé —dice Marcela, mientras deja las botas a un lado y lo alza con suavidad—. Ya va a pasar —lo tranquiliza y piensa que no es necesario decir ciertas cosas.

Los Salvo miran el líquido marrón que se expande, los remolinos de agua turbia que devoran todo y se lo llevan. Y todos piensan en lo que todos saben: tendrán que pasar la noche allí arriba y con suerte, mañana, bajarán a ver lo que quedó, además del barro que seguramente los estará esperando, cubriendo y ensuciándolo todo.

*Mariela Varone nació en noviembre de 1973 en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Cursó el profesorado de Castellano, Literatura y Latín del I.S.P. “Dr. Joaquín V. González” y luego ejerció la docencia en educación media y terciaria. En la actualidad coordina talleres literarios y se dedica a la escritura. Obtuvo algunos reconocimientos por la participación en concursos como la publicación de dos de sus cuentos: “La estación de las palomas” en VI Antología de Ediciones Ruinas Circulares, año 2013; y “La mujer de mis sueños” en Yo te cuento Buenos Aires V, editada por la Legislatura Porteña, año 2014. La Santa (Clara Beter Ediciones, Buenos Aires, 2019), el primer libro publicado enteramente de su autoría, está formado por 11 cuentos, entre ellos “Los de barro”, que son el resultado de su participación en el grupo “La Luna”, coordinado por la profesora y poeta Isabel Vassallo.

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