ROCÍO ARELLANO
Los Testigos de Madigan ofrece un adelanto de El cuerpo sin cabeza y otros relatos (Ed. Nigromante. 2022), de Rocío Arellano, un libro que aborda el desasosiego y la búsqueda de identidades a través de sucesos trágicos. Entre lo real y lo onírico, entre lo fantástico y el humor negro, en estas páginas encontramos piezas inquietantes que se manifiestan contra lo previsible y lo convencional.
Cuando era pequeño me gustaba tocar los ojos a los pescados cuando los llevaban a casa. Era como si al sentir su viscosidad, pudiera comprobar que realmente ya se habían ido. Para mi familia, sin embargo, significaba manosear sin sentido el alimento del día. Al palpar esa textura rara en mi dedo, pensaba en lo que el pescado habría visto por última vez antes de morir: acaso la sonrisa de satisfacción del pescador, quizá los pies enfundados en botas altas de plástico, o tal vez no vería nada, quizá solo sentiría la ausencia de su respiración marina, o tendría algún pensamiento sobre él mismo al recorrer tranquilamente el agua cristalina del lago. Puede que tan solo experimentara la necesidad de buscar cómo respirar fuera de su entorno líquido.
Mi abuela siempre me regañaba por tocarles los ojos muertos. Decía que me llevaría un susto algún día. Yo le preguntaba qué tipo de susto, y ella respondía que regresarían por mí para tocarme los ojos como venganza por lo que les hacía a ellos. Pero no me asustaba, porque era un niño grande que ya sabía que los muertos no vuelven. Sin embargo, en mi lógica de niño, jamás se me ocurrió pensar que no podrían tocarme los ojos porque tienen aletas y no dedos como nosotros.
Siempre fui muy cercano a mi abuela, teníamos una relación muy íntima, como sólo los abuelos y nietos podrían tener, no como los padres e hijos, ellos son más de disciplina con amor, en cambio, nosotros teníamos complicidad, entendimiento y respeto. Podía pasarme horas con ella, platicar de cualquier cosa, ver en la televisión sus programas favoritos y cocinar los pescados para alguna cena familiar. A decir verdad, vivía más ahí, en su casa, que en la de mis padres. Por eso, cuando murió de repente de un ataque fulminante al corazón, me desubicó completamente. De tener un refugio donde podía esconderme de los problemas, una confidente incondicional, pasé a sentirme muy solo.
A mi abuela la velaron en casa. Fue muy raro verla ahí, acostada en su cama, donde tantas veces dormí a su lado y saber al mismo tiempo que su esencia ya no estaba. Por eso no lloré, porque sabía que ella ya se había ido. Veía que muchos pasaban y le tocaban alguna parte del cuerpo vislumbrada bajo la sábana que la cubría, otros más morbosos, levantaban la sábana para ver su rostro y curiosear lo que había sido alguna vez. En lo
único en que pensaba era en que ya no pasaría rato con ella, jamás volvería a hablar de mis peleas en la escuela, de la niña que me gustaba, de cómo le rompí el juguete preferido a mi hermano menor porque me dio envidia, y de cómo ella me dijo que tenía que ser bueno con él porque algún día necesitaría de un amigo, y ése podría ser mi hermano pequeño. Recuerdo que no cambió en mucho la dinámica con él, ya que aún lo sentía como intruso y sus consejos no fueron de mucha ayuda. Aún así, ahora me producen cierta ternura y nostalgia sus palabras.
Creo que se me vino a la cabeza el recuerdo de los ojos de pescado cuando me di cuenta de que mi mamá lloraba. Entonces pensé que tal vez podría tocar los ojos de mi abuela con mis dedos y que entonces ella podía venir a tocar los míos, porque ella era la que había sentenciado que eso me pasaría si seguía con eso y ya que la extrañaba mucho, pensé que así podría verla de nuevo y pedirle respuestas sobre algunas cosas que por su muerte repentina no alcancé a preguntarle.
Recuerdo que me acerqué despacio y que podía sentir que todos me miraban, como cuando haces algo malo y presientes que tus papás lo saben y que en cualquier momento te dirán lo mal hijo que eres. Cuando llegué hasta la cama de la abuela, levanté despacio la sábana blanca y para mi sorpresa y mala suerte me di cuenta de que tenía los ojos cerrados. No sé porqué creía que se vería como los pescados, pero no. Debido a mi fracaso, decidí hacerme el tonto un rato y esperar a que la gente sucumbiera al sueño para acercarme de nuevo a mi abuela.
En algún momento, también me quedé dormido, y recuerdo el sueño tan claro como si lo hubiera soñado anoche: me encontraba sentado a la mesa, una mesa larga y hecha de madera. De pronto, aparecía mi abuela dándome la espalda, se encontraba frente al fregadero lavando platos supongo, pero no alcanzaba a verle el rostro porque la habitación estaba muy oscura. Le decía que tenía ganas de comer pastel de manzana con leche tibia y ella con su voz clara y fuerte me decía que no, que era hora de comer pescado y no postre. Me levantaba de la silla y me dirigía hacia ella. Al tocarle el brazo para que supiera que era yo, brincaba como asustada, luego, volteaba lentamente y entonces me daba cuenta de que tenía cara de pescado y me decía que tocara sus ojos muertos, porque así sabría la verdad. Me asustaba tanto que gritaba y quería correr pero no podía. Entonces desperté.
Todavía asustado y con lágrimas en los ojos observé a la gente que al igual que yo, cansados, se habían rendido al sueño. Recordé la pesadilla que recién había tenido, y pensé de nuevo sobre la posibilidad de volver a acercarme a la abuela, decidiendo que sí lo haría, que quizás lo que ella intentaba decir en mi sueño era que sí quería que le tocara los ojos, porque a lo mejor no se daba cuenta de que estaba muerta y si no se los tocaba, podría seguir viviendo pero con cabeza de pescado y a mi me daría mucha tristeza que ella estuviera así por siempre.
Me acerqué de nuevo, levanté la sábana y le moví los párpados para poder ver sus ojos. No parecían viscosos, sólo no tenían ningún brillo, era como si estuviera observando a la nada. Como cuando se sentaba conmigo en el sillón y me ponía a ver caricaturas que a ella no le gustaban, entonces ella tenía esa mirada, como si viera a través del televisor y tuviera recuerdos mucho más entretenidos. Toqué uno de sus ojos con mi dedo. Era diferente al del pescado. La volví a cubrir con la sábana y entonces, satisfecho de mi acción, me dirigí a una de las habitaciones de arriba a acostarme.
Mientras dormía volví a tener otro sueño: estaba parado en medio de una habitación oscura. Una luz relampagueaba de vez en cuando sin llegar a alumbrar demasiado. Llamaba a mi abuela y de repente la veía, sentada en un sillón y con cara seria. Me acercaba y le preguntaba si estaba más tranquila ahora que su cara era normal. Con su voz clara me contestaba que no, que estaba enojada conmigo porque ella se sentía muy feliz al tener cara de pescado, porque su secreto era que siempre fue una mujer pescado y que ahora ya no lo era más. Que ya no podría entrar al agua nunca. Que me había advertido que dejara de tocar los ojos de los muertos. Poco a poco mi abuela acercaba su dedo largo para tocar uno de mis ojos. Entonces desperté.
Me di cuenta de que estaba mojado. Como si hubiera salido de la pileta sin secarme. Me levanté para ir al baño y sentía mucho frío pero tenía la esperanza de tomar una toalla y poder secarme; al entrar al baño y ver mi reflejo en el espejo observé mi rostro. Lo que antes era mi cara, ahora era una cara de pescado. Salí de la habitación corriendo y grité asustado, por lo que mi mamá se apresuró a ver qué era lo que me pasaba. Mi madre pensó que me había caído de la cama o que había tenido una pesadilla. Yo gritaba que tenía cara de pescado pero ella parecía no darse cuenta. Al final, comprendí que sólo yo podía ver mi rostro así.
Con el tiempo me acostumbré a mi nueva condición y ya no me asustaba ver mi reflejo. Me encanta nadar, me casé con una nadadora, y vivo cerca del mar, para estar siempre cerca del agua. A nadie le dije mi secreto y el pequeño regalo que mi abuela me había hecho después de su muerte. Nunca más volví a tocar los ojos muertos de los pescados.
Este relato está contenido en El cuerpo sin cabeza y otros relatos. Arellano, Rocío. Editorial Nigromante. México. 2022. 146 pp
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